A Mario Testarossa le fallaron los cálculos cuando aquella noche, en la función de las once, acabó estampado contra el suelo. Había dedicado su vida al circo y por añadidura, al trapecio. Le gustaba volar, desafiar al vacío, creer que tenía alas como una gaviota y que las nubes eran de algodón. Después del redoble de tambor, mientras los espectadores contenían la respiración, Mario impregnaba las manos con magnesio concentrado en la pirueta que debía efectuar. Lo cierto es que aquella pirueta llevaba haciéndola demasiados años como para preocuparse demasiado así que con un sonrisa triunfal, saludó a los de abajo con gesto suficiente, flexionó las piernas como si de verdad tuviese que hacerlo y lanzó el trapecio en vaivén. Hacía tiempo que había decidido prescindir de las medidas de seguridad así que cada noche, para más emoción y como alimento de su ego, se reía del miedo entre gritos de bravo y bravísimo desde su pedestal de divo. Pero aquella noche, Mario Testarossa (que en realidad se llamaba Mario Orentino Testa Barbosa) rezumando soberbia calculó mal el salto. Mientras caía, incrédulo, no fue capaz de pensar en qué había fallado, qué había hecho mal, que nunca más volvería a fallar porque él era una estrella que brillaba con luz propia y si fuera necesario, con la luz de los demás. En lugar de que su vida pasase por delante, el gran Mario Testarossa, el rey del trapecio volante al que todos los espectáculos deseaban, en lugar de eso, lo único que le preocupaba mientras caía era el ridículo y el descrédito. Su recuerdo ya no sería leyenda ni pasaría a la historia del circo. Su imagen colapsaría los periódicos y las revistas con las fotos del accidente. Lo exhibirían chafado contra la pista sintética del circo, desmadejado, roto, ridículamente roto con los ojos en el cogote y una mano al revés. Tal vez le sacasen un primer plano, despeinado, descuadrado el bigote, y lo que era peor, con la dentadura postiza fuera de lugar. Se darían cuenta de que se teñía las canas y que se cortaba los pelos de la nariz con la maquinilla de afeitar. Sería insoportable pensar que la malla se le rompiese por la entrepierna y que de repente no asomase nada porque no había nada que asomar. Aquello que algunas señoras comentaban entre risas pícaras y cuchicheos subidos de tono, aquello que abultaba, no era de verdad. Tan solo un postizo de ortopedia, paquete sin destino ni señas de remitente y con fecha de caducidad. Alguien de entre el público protestó, que aquello no se podía permitir, que él había pagado una entrada y que era muy desagradable tener que soportar semejante situación. Más voces desde las sillas asintieron y algunos amenazaron con marcharse y exigir la devolución. Por eso el circo no podía detenerse y el espectáculo debía continuar. Como en un desescombro, retiraron a Mario Testarossa en un carretillo y con otras mallas nuevas y más redobles de tambor, presentaron, bajo los focos, al siguiente en la lista, a la nueva estrella: otro concejal.