Y ahora qué. Recoges de mala gana con el canto de la mano las migas del mantel, el pocillo a medias de café y, a la derecha, el cuchillo para untar la mantequilla que nunca usarás. Detestas la mantequilla porque sabe a vaca. No tienes tiempo. Ni ganas. Como todas las mañanas. Colocas la noche antes con precisión de maestre sala, sobre el mantel individual, primero y al lado izquierdo, el tenedor de postre. En el medio, con aquella obsesión de milimetrar todo, el plato de desayuno y encima, el pocillo con la cara de Art Tatum con especial cuidado de que el asa estuviese siempre a la derecha. Lo giraste despacio cómo no, con absurda delicadeza, lo habías comprado en Londres, hasta que el asa coincidiese en paralelo con el borde de aquella mesa de madera con mil heridas de guerra. Por allí habían pasado unas cuantas batallas de palabras y vino, de carcajadas y verborrea, demasiados chistes repetidos y de alguna confidencia. Por allí habían pasado algunas historias sin gracia, algún polvo pactado con la copa en la mano y una sonrisa mirando al mantel. Por allí habían pasado unos cuantos y poco más. Recuerdas con el cerebro embotado después de unas cuantas copas en la mano y algunas notas de Billie Holiday, a aquella pelirroja con un ojo amarillo, otro azul y ninguno de verdad. También te acuerdas mamón de que en toda la noche no habías podido quitarle los ojos del escote comiéndole las palabras y planeando el final. Y el final, mientras te la envainabas, había sido un punto y aparte. Y tú, no te confundas, seguías siendo un mamón, me caes muy bien pero no, con una copa de vino entre las manos, las dos, los codos apoyados en la mesa de madera y en la cocina, una melodía de platos y cucharas y de fondo un saxofón. Pasas por el grifo el pocillo templado ya y los restos en el fondo de un par de bizcochos bañados de azúcar que a ti te supieron a sal. Porque tú mismo lo reconocías, estabas harto de aquel trabajo o de otro cualquiera, de los madrugones y del sueldo de mierda con que te ofendían a fin de mes. Compruebas la llave del gas, aprietas el grifo un poco más, vacías una lata en el cacharro del gato que te acecha descarado con la mirada y colocas milimetrado de nuevo el mantel con resignación para la cena. Un plato grande como a ti te gustan, la misma servilleta, el tenedor a la izquierda, a la derecha el cuchillo y en el medio casi, una copa vacía transparente como el cristal. Colocas la silla, la mides, la sopesas y la separas apenas diez centímetros del borde de aquella mesa de madera con algunas historias que contar. Y te cuentas a ti mismo, que una vez, no recuerdas cuándo, por allí había pasado un poeta sin verbo, un tío sin linaje, una monja sin votos, un carterista del metro, una señora de la noche, tres mentecatos sin cartera, un concejal con acera y un macarra sin tatuaje. Y te cuentas a ti mismo que si aquella mesa hablase tú ya no tendrías que recordar. Y por recordar, recuerdas que todavía es miércoles, miras el reloj, por entre los dientes sueltas una palabrota, tropiezas con la esquina de la mesa y con la mano en la pierna de dolor le arrancas a la percha el abrigo oscuro con manchas de barra en las mangas y solapas forradas de señor. Miras en la calle a un lado y al otro, protestas por el frío que como una lija te raspa la cara, subes al autobús que te lleva, te paras a mi lado y me preguntas: y ahora qué.
Y ahora qué
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Carlos Garcia-Manzano
Carlos Garcia-Manzano
Él es Carlos García-Manzano amigo no sólo de elcercano, donde cada semana participa activa y entusiastamente en nuestro programa de radio, con su sección"Todo Letras" acercándonos a este mundo de relatos inéditos, creados por él mismo, y cada cual más original. Hoy comparte sus historias no sólo por las ondas radiofónicas sino también por estos espacios virtuales.
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