A.M.M
Era la Marciala una mujer trabada y venida a más en cuestión de carnes. De pechuga abundante (diríase que fueran cuatro en lugar de tres), el pelo oxigenado de agua y las uñas a desconchones, regentaba aquella fonda desde donde no alcanzaba la memoria. Ni siquiera la suya. Desde muy niña, su madre la había desterrado del pueblo y de la vida cómoda de la granja para que aprendiese un oficio y de paso que se ganase la vida porque los pollos no daban para tanto y las vacas se mostraban cada día más reacias a producir. Al cabo de los años y desde sus comienzos como chica para todo, Marciala consiguió, peseta a peseta, hacerse con la casa de huéspedes “Los geranios” para rebautizarla como “Fonda La Marciala” que para eso se lo había ganado a pulso con algo de ahorro y bastante de propinas. Y es que en propinas había conseguido una fortuna. Como dicen que la necesidad agudiza el ingenio, la Marciala, sin que nadie la hubiese enseñado, se las ingenió para exprimir todas las posibilidades que los huéspedes podían ofrecerle. Y así, de boca en boca y de colchón en colchón, fue la Marciala cimentando una buena fama, merecida, eso sí, por su buena disposición y su mejor hacer hacia el prójimo y en el caso de ser más de tres prójimos, se aplicaba la tarifa reducida. Pero pronto se dio cuenta de que ese sistema mercantil, el de tres por uno, no daba resultado porque había días en que, con el fin de abaratar costes, se juntaban hasta cinco prójimos y a veces hasta seis venidos de las casas de huéspedes de los alrededores sin contar a los de la propia. Así que, habida cuenta del exceso de trabajo, de lo exiguo de los beneficios y de la carestía de la vida, volvió a retomar el cuerpo a cuerpo, táctica que resultaba menos fatigosa y dominaba mucho mejor. Incluso llegó a tener que dar cita, hasta dentro de quince días no puedo atenderlo, como si de una consulta se tratase. De vez en cuando algún mequetrefe se ponía gallito y haciendo alarde de poder económico le exigía que cerrase la fonda para él solo, que si era por dinero, a paladas y que si por hombría, como la de un batallón de legionarios con el carnero incluido. Y la Marciala que era muy suya, pero mucho más de los demás, lo esperaba desalojada la fonda porque sí y con los ligueros ajustados hasta las ingles que otras, ni ingles tenían. Lo miró de arriba abajo, pasa pasa, soltó una risa recién descorchada y se le despatarró. Aquel alfeñique no debía medir más de metro y medio de pie pero lo que no se esperaba la Marciala era que el alfeñique en cuestión midiese lo mismo apuntando al techo. Y la Marciala, que seguía siendo muy suya, al final de la sesión, le aceptó sólo una parte de la tarifa para cubrir gastos nada más, sugiriéndole que guardase “el resto” para la próxima vez. Y el alfeñique volvió otra vez y otra más y entre acometida y acometida, en ese tiempo que media propicio para las confidencias, la Marciala le sacó que era de Morata de Tajuña y que se dedicaba a la hostelería. Ella preguntó ingenua que si la fonda entraba en ese ámbito. Bueno, en realidad no dijo ámbito porque desconocía que existiese tal palabra pero el otro la entendió de sobra y le dijo que precisamente así era. Y la Marciala, pasado un tiempo y afianzada la relación, le sugirió, a la vista del buen rendimiento del material, una sociedad al 30-70. El de Morata le dijo que sí sin pensárselo dos veces y así fue cómo resultó que en la fonda, desde entonces, se atendió con el mismo esmero tanto a prójimos como a prójimas porque sabido era que la Marciala era una mujer venida a más en cuestión de carnes.