Una noche de relente, viniendo de golfear errabundo y sintético, se me ocurrió entrar en misa de siete para apaciguar el tiovivo de miolos que me había producido el último pelotazo de ron. Hecho una piltrafa, me senté al fondo, entendiendo por fondo el banco que aparece en primer lugar según se entra por cualquiera de las escalinatas, me senté en un banco de madera como los de cualquier catedral. Medio adormecido por la escasez de fieles a aquella hora tan impropia y por la monotonía del celebrante, me abordó una voz por detrás. Perdone joven, me susurró al oído, tan de cerca que creí que la voz me salía de dentro. No sabrá usted de un portal para un revolcón. No respondí al instante porque entre la modorra y el depósito en pleamar entendí es usted muy joven para el festival de eurovisión.
Como aquello aparte de ser un disparate no tenía ningún sentido, respondí con un disculpe en interrogación a la vez que me giraba para comprobar quién me hacía aquella pregunta tan fuera de lugar. Una monja vestida de monja y con cara angelical, me repitió la pregunta. No sé cuántos años tendría porque me dijeron que las monjas una vez que entran en el convento pierden la noción del tiempo y los años no pasan por ellas tan escondidas como están. De todas formas me pareció de mediana edad, ni fea ni guapa, ni gorda ni flaca. En lo que sí me fijé es en que tenía dos ojos, dos ojos de diferente color sin poder precisar de qué color era uno y de cuál el otro, y en caso de haber podido hacerlo, tampoco hubiese podido precisar cuál era el color que correspondía a cada uno. Ave maría purísima, solté con recogimiento de estampita a modo de saludo de cenobio. Sin pecado concebida joven, le dijo jesús a los apóstoles, respondió ella. Yo, que nunca había sido muy dado a las cosas clericales, en medio de la nebulosa que me envolvía, intuí que aquella no era un respuesta adecuada, no porque estuviese fuera de ambiente sino porque no me casaba con la trama del momento. Y a pesar de que era una monja, esperaba algo así como cuéntame tus pecados y si lo haces te absuelvo y si no, te excomulgo. O te descabalgo, no recuerdo con claridad. Me da igual porque para el caso viene a ser lo mismo teniendo en cuenta el estado de idiocia espiritosa en el que me encontraba. No tendrá por ahí unos cacahueses, preguntó. Yo estaba convencido de que quería decir cacahuetes pero le seguí la corriente mientras echaba mano al bolsillo de la chaqueta. Curiosamente, encontré en el fondo un puñado que saqué entre sorprendido y extrañado. Tenga, le ofrecí mientras me preguntaba cómo habían llegado a mi bolsillo aquel puñado de aceitunas, siete servilletas de papel, una cáscara de avellana, dos chapas de tónica, los restos de una albóndiga, la patilla de una gafa y una colilla de canuto. Antes de sentarse a mi lado, aceptó la invitación de buen grado y una a una se comió las aceitunas y los restos de la albóndiga en un santiamén. Yo no dije nada porque daba gusto verla comer y tanta envidia me dio que le pregunté si me daba una. Hizo como que no oía y abriendo la boca de a cuarta se metió las cinco que le quedaban. Que aproveche hermana, le dije con cortesía camuflada porque en realidad lo que me hubiese gustado decirle por egoísta y falta de educación y reciprocidad, era, así revientes. Una vez hubo terminado y sin hacerme el menor caso, se postró de hinojos (aunque yo soy partidario de ponerse de rodillas) y con las manos en comunión, comenzó a bisbisear lo que deduje unas jaculatorias extraídas de un misal aunque en algún momento llegué a dudar si lo que en realidad estaba musitando era la carta de un restaurante. Y es que la monja olía a churros y a patatas fritas, a pepito de ternera y a media de calamares. O al menos a mí me lo parecía aunque de muchos es sabido que, cuando uno se encuentra en estado de gracia después de haber pasado la noche (o la tarde) purificándose con agua bendita previamente destilada, se pierde bastante la capacidad olfativa y gustativa. Por eso digo que a mí me lo pareció, no dejando de ser esta una explicación completamente subjetiva y que a los demás seguro importará poco. Me preguntó si había ido a rezar y que si lo hacía de noche es porque había pecado. Dije que no a todo con la cabeza porque tenía miedo de que si abría la boca se me notase el esfuerzo inútil de tener que razonar para conseguir una frase pastosa y con el freno de mano puesto. Creo que me dormí por un instante a su pesar pero pude oír cómo la monja se marchaba diciendo que se iba para Sigüenza a comprar unos guantes con encajes de escayola para la madre de Mariló.
Pasados dos días y después de haber asentado el estómago y la cabeza, quise saber si toda aquello que yo recordaba espeso y nublado había sido cierto o nada más lejos de la realidad; así que volví al sitio que creía recordar. Entonces la vi, sentada en el mismo banco de la Alameda, trabajándose a un cliente frente al palco de la música que yo creí el altar de la Catedral. Afortunadamente no me reconoció a pesar de los muchos años de oficio y de mil historias más. En la cabeza un pañuelo negro y un vestido oscuro hasta los pies. Y no me había preguntado si había ido a rezar y que si lo hacía de noche era porque había pecado. Me preguntó que si había ido a retozar y que si tenía el coche bien aparcado. Tampoco me dijo que se iba a Sigüenza a comprar unos guantes con encajes de escayola para la madre de Mariló. Lo que en realidad me dijo fue que era un sinvergüenza y medio amapola y que me fuese cuanto antes a pitorrear de la madre que me parió.