A medio camino entre la tarde y el anochecer solía acomodarse en aquel rincón cerca de la modorra y alejado del trajín. No era un mal lugar. Había pasado la noche en sitios peores pero aquel, al menos, estaba caliente. Desplegó el cartón, echó con cuidado el saco por encima, estiró las piernas y entornó la mirada recostado contra la pared. Le dolían los tobillos, le dolían las manos y le dolían los días. De una de las bolsas sacó una lata de cerveza, desenvolvió el bocadillo y masticó sin prisa después de unos sorbos. El tiempo no contaba a no ser cuando había que pasarlo de prisa. Y aquel invierno estaba contando demasiado. Demasiado frío desde octubre, demasiada lluvia. Pero sobre todo, demasiada humedad, la puta humedad que le agarrotaba los dedos y le ponía las rodillas como globos. Echó una mirada a la caja del clarinete y la recolocó con delicadeza sobre el saco de dormir. Hacía tiempo que ya no se preguntaba el por qué de aquella situación. Los por qué habían quedado atrás, demasiado atrás. Ahora tenía otra vida, ni peor ni mejor. Pero lo que no dejaba de parecerle jodidamente gracioso era aquella ironía del destino que le había obligado a pasar las noches de invierno en el cajero de un banco. A veces, cuando el insomnio se volvía insoportable, caía en la tentación de recordar. Y por recordar, desandaba los años transcurridos y volvía al principio cuando su vida era distinta. Había tenido una familia, un trabajo… A los pocos minutos se revolvía en el saco, blasfemaba por haberse dejado llevar y volvía a agarrarse al sueño que no daba llegado. Después, pasado el tiempo, la memoria se le había dormido y el sueño asomaba puntual.
No se estaba del todo mal. De vez en cuando, algún perro callejeando a deshora se le quedaba mirando tal vez preguntándose si también aquel tipo era otro como él. Por si acaso, levantaba la pata y marcaba el lugar. Titubeando, otros parias como él buscaban otro rincón en el mismo lugar pero allí, la noche, sólo daba permiso para uno. Y así era cómo se sentía desde hacía tiempo: uno. Uno con un clarinete que solía instalarse en aquellos sitios más paseados, donde la gente pasaba sin mirar, sin detenerse un instante para escuchar las notas que soplaba con mimo para sí. Era lo único que le quedaba de su vida de atrás. Lo único que le permitía alguna dignidad y la agradecida manera de ir tirando con las propinas que caían de vez en cuando en el terciopelo del estuche. Ya no le daba vergüenza, ni se escondía en las calles más alejadas por donde antes salía a pasear. Ya no giraba la cara hacia un portal cuando algún conocido lo miraba. Ahora era distinto, tal vez no era mejor pero acaso tampoco peor. Ahora tenía las calles para vagabundear. Tenía un clarinete y paredes de cristal. Tenía un saco para dormir y una cama de cartón. Tenía un clarinete en una caja de terciopelo que una vez había sido azul. Tenía mil canciones que tocar y algunas monedas que contar. Tenía muchos sueños que si quisiera, podría soñar. Tenía el frío en el alma y un roto en el corazón, la mirada quebrada, lo peor que me pueda pasar ya pasó. Tenía los dedos gastados y el sabor agridulce de la soledad. Tenía mil historias vividas y algunas menos que ya no sabía si eran mentira o si alguna vez fueron verdad. Ya no tenía vergüenza y aún le quedaba dignidad. Tenía la vida en una mochila, un café por la mañana y un bollo de pan. Porque todas las mañanas, antes de despertar, desde hacía meses, alguien a la puerta de aquel cajero de portal, le dejaba bien caliente un café, algún bizcocho y un bollo de pan. Y él nunca llegó a saber quién era ni por qué. Nunca llegó a saberlo. Sólo ella.
Y yo también.