Yo soy Mateo Mosquera, tabernero, y fui muerto de un cantazo tal día como hoy por un cliente descontento con la calidad de mi género. Este epitafio que aquí reza, se leyó por primera vez en un cementerio de no me acuerdo dónde y tampoco me importa cuándo. Sin embargo, sí me importa quién. Y me importa porque fui yo, Lisardo Losantos, quien una vez, en pleno delirio etílico, entre tumbos y traspiés, terminé con la morbidez de mi cuerpo en pleno camposanto una noche sin luna y desprovista de alma. Tengo todavía la duda de si las ánimas de los cristianos allí congregadas tuvieron tiempo de espantarse ante mi calamitoso estado y lo escandaloso de la vomitera o si por el contrario, me envidiaron desde sus aposentos por lo terrenal de mi situación. Años ha de aquello pero todavía hoy me consume la duda de si una cosa o la otra. Pero antes de seguir, debo poner en conocimiento de quien así muestre interés, que yo conocí a Mateo Mosquera, tabernero, que ejerció su benéfico oficio en el local bajo del número 18 de la rúa de Los Pajaritos con el beneplácito de la parroquia que allí se congregaba desde horas tempranas, incluso demasiado tempranas, de cualquier día ya fuese de la semana, del mes o del año independientemente de la estación o del parte meteorológico. Y aquello debía ser así porque nunca nadie de los que allí acudíamos víctimas de la sequía, excusamos nuestra asistencia por unas cuantas gotas lloviendo o por mucho frío que hiciese sin permiso de las tiritonas. Porque había días, y así lo confirmo y hago saber, que las gotas ya no mojaban lo que ya estaba mojado por dentro ni el frío enfriaba por fuera lo que se trasegaba al momento. Y si en la época de la canícula alguno amanecía cocinado al vapor, otro despertaba abrasado por la helada bajo el vuelo de un balcón una amanecida de febrero. Y lo digo sin enojo ni vergüenza después de dos matrimonios fallidos por causa de la inexorable gravedad y consiguiente desatención conyugal, así como por el hecho de que, víctima de mis continuos estados catatónicos, se me hubiesen atribuido tantas paternidades como días tiene el mes. Y como cómplice necesario de tanta dislexia, estaba Mateo Mosquera, tabernero, engendrado según asegura su madre, una noche de tangos y fandangos, entre milongas y bailecitos, tragos cortos y otros largos, a taconazos de malambo y lamentos de bandoneón. Y Mateo Mosquera, nacido sin cuna, hijo de la verborrea y de la calentura del vino peleón, llegó a este mundo con un oficio debajo del brazo en la taberna de su madre, número 18 al fondo del portal, maldita la entrepierna que la preñó con las notas de un piano y una sonrisa de truhán. Y eso todo lo supe yo, Lisardo Losantos, sin más oficio conocido que el de empinar. Y lo supe porque me fue contado a lo largo de muchas noches de insomnio vinatero de barril, de cerillas y cajetillas, de naipes hasta vaciar la faltriquera y otros tantos días de desavenencias a gritos entre las tripas y la poca sesera. Pero aquel día, pasadas las doce y apenas un cuarto para la media, un loco en desacuerdo le abrió la cabeza a Mateo Mosquera con un adoquín. Y el número 18 se secó y yo, Lisardo Losantos, cambié de abrevadero, cambié de servidumbre, cambié de tabernero pero nunca de costumbre.
Epitafio para un tabernero
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Carlos Garcia-Manzano
Carlos Garcia-Manzano
Él es Carlos García-Manzano amigo no sólo de elcercano, donde cada semana participa activa y entusiastamente en nuestro programa de radio, con su sección"Todo Letras" acercándonos a este mundo de relatos inéditos, creados por él mismo, y cada cual más original. Hoy comparte sus historias no sólo por las ondas radiofónicas sino también por estos espacios virtuales.
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