Se me ocurrió una tarde de luscofusco, cuando la indolencia me podía y la tontuna se me había adueñado de la razón. Eché una mirada al viento de nordés, teimudo y silbón desde hacía días, cogí de la cartera unos cuantos billetes de veinte y me despedí del bicho de Gregorio Samsa y del pirado de Kafka en la página ciento veintitrés, no sin antes haberlos insultado con cierto desdén (en realidad dije que os den) para estampar el libro a continuación contra el respaldo del sofá. Meses antes me habían hablado de aquel sitio y me habían hablado bien, por el vino excelente, la cachucha prensada y unas latas de aguja en aceite que la dueña preparaba con primor y un poco de cebolla, pero sobre todo, por las propiedades curativas del lugar que como un bálsamo reconfortaba el ánimo. Lo encontré después de no pocas vueltas con el coche, entrando y saliendo en carreteras estrechas y olvidadas, corredoiras de zoca y sacho, entre pinos desmochados por el viento y alguna mata de brezo flor de miel. Escondida entre las parras y en la puerta, un laurel. Una palomita de tinto de la casa, loncheados a cuchillo con aceite y pimentón dos buenos trozos de cachucha y toda la corteza de un pan. Allí sentado conocí al Codelas, pantalón basto y chaqueta de vergonzante con varias vidas encima y algún dueño anterior. Me saludó levantando la cerveza. Respondí con una inclinación de cabeza. Pregunté si gustaba señalando al plato pero sin preguntar. Levantó la mano negando sin hablar. Le recorrían la cara mil surcos, y la frente, y las manos. Manos nervudas, sarmentosas como las parras de fuera, ajadas, maltrechas y algo temblonas. Creo que llevaba un calcetín y el otro no, la mirada cansada de tanto mirar y la mueca de una sonrisa enmarcada en la barba de cien días y los recuerdos de mil días atrás. Comí despacio, sin ruido, casi sin masticar. La mirada del Codelas, impertinente sin querer, se interrumpía de vez en cuando para perderse entre las vigas del techo a tragos perezosos de gollete. Ni una palabra. Ni un gesto de más. Tan solo la mirada. Por un instante sentí que me traspasaba, que me juzgaba señorito de mierda tu sitio no está aquí. No te engañes. No creas que por venir ya eres de aquí. No creas que por sonreír me haces maldita la gracia. Sois todos iguales, el pelo lamido, coches de pasta y oliendo a colonia pero sin ningún interés. Ya me habéis jodido una vez. Veo que te gusta la cachucha, aseguró a modo de pregunta y sin dejar de mirarme. Le dije que sí, que estaba muy buena y que si le apetecía. Me recordó que ya me había dicho antes que no, que si tuviese hambre ya se encargaría él. Le pedí disculpas. Dejé de masticar y escondí la vergüenza en el último vaso de vino. Había conseguido que me sintiese mal. Me había rebotado el ofrecimiento en forma de reproche para que me diese cuenta que a veces no era bueno insistir. Fue entonces cuando descubrí en sus ojos el rescoldo de un orgullo, que a pesar de las circunstancias, permanecía incrustado y presente sin atisbo de doblegarse ante nada. Le pedí disculpas de nuevo y me respondió, al fin, con un gesto condescendiente como comprendiendo mi torpeza pero advirtiéndome al mismo tiempo que no todo era como parecía, que lo que veía allí, aquel hombre maltrecho, todavía conservaba la dignidad suficiente que la apariencia no le daba. De dónde eres, preguntó otra vez. Le respondí que del interior, que un poco de aquí y otro poco de allá. Ya, respondió. Te pasa como a mí que sé de donde soy pero no a dónde pertenezco. Callé. No supe qué responder. No quería encontrarme de nuevo con su mirada inquisitiva ni con su reproche altivo. Pedí otra palomita con un gesto. Otra cerveza el Codelas con un chis. Empecé a notar que el vino me desataba la lengua así que, sin dejar que sus ojos me intimidaran, me presenté. Augusto, respondió, trapecista en el desguace. Me contó su historia por encima, todavía subido al trapecio, recorriendo medio mundo, volando con la mirada y columpiando la cerveza simulando el vaivén. Pude sentir los aplausos, los gritos de admiración, las respiraciones contenidas por las filigranas entre redobles de tambor y las celebraciones después de cada función. Apuré alguna nota disimulada en la servilleta de papel. ¿No serás periodista? Le respondí que no, que me faltaba talento. Y mirándose hacia dentro susurró, a mí también, me faltaba talento y me sobraban cojones. Así me fue. Demasiada ginebra la noche anterior, demasiado de todo. Un error, una mala caída y tullido para los restos, el espinazo destrozado y viviendo de prestado. Ya ves, reflexionó con ironía, es mejor tener los pies en la tierra que la cabeza en las nubes. Le pedí a la patrona que me cobrase, que lo de él también. Me hizo un gesto de que no. El Codelas es buena gente me dijo mientras rebuscaba la vuelta en el mandil. Fue una estrella del circo y hoy, ya ve. No se lo tome a mal. No sé por qué, pero mientras me alejaba, desconcertado y vinoso, La metamorfosis de Kafka me pareció por un instante un cuento de Navidad.
El Codelas
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Carlos Garcia-Manzano
Carlos Garcia-Manzano
Él es Carlos García-Manzano amigo no sólo de elcercano, donde cada semana participa activa y entusiastamente en nuestro programa de radio, con su sección"Todo Letras" acercándonos a este mundo de relatos inéditos, creados por él mismo, y cada cual más original. Hoy comparte sus historias no sólo por las ondas radiofónicas sino también por estos espacios virtuales.
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