Mis palabras las elijo yo diga lo que diga la Real Academia de la Lengua que desde hace algún tiempo ni es Real, ni es Academia y a veces le sobra Lengua.
A pesar de que el lenguaje es algo vivo, matiz con el que estoy de acuerdo, no dejan de espantarme las bajadas de calzones de los señores académicos en cuanto al uso de algunas palabras que con solemne desfachatez incorporan al diccionario en las sucesivas ediciones corregidas y aumentadas.
No voy a disertar sobre el porqué de mi elección o sobre el por qué de lo contrario. Me gusta escribir como me gusta; sin cortapisas, sin fronteras, sin imposiciones. Eso sí, observando el mínimo decoro en cuanto a reglas consagradas y admitidas, únicamente por mí y alguno más.
La costumbre, reza un principio del Derecho, se convierte en ley y ahí me agarro como un náufrago a un madero a la deriva. Si a mí, pongo por caso, me gusta escribir nalgadura para referirme a lo que quiero referirme, quién es la pomposa R.A.E. a golpe de hisopo y bajo palio para llevarme la contraria. Si yo quiero decir culebrudo para adjetivar lo que quiero adjetivar, quién es la engreída r.a.e para ponerme reparos o llevarse las manos al diccionario. Afirmo, que el oficio de escribir es un ejercicio de libre disposición, de libertad de libertades y de insolencia sin fin. Y es en esa libertad en la que me baso en cada palabra que escribo, en cada línea, en cada frase, porque esa línea y esa frase forman parte de mi yo, de mi pensamiento y mi pensamiento en sólo mío y de nadie más. Ahí reside la grandeza del lenguaje; en su fuerza como vehículo de expresión, en su grandeza que no conoce límites y en su universal comprensión.
Universal también es su aceptación o todo lo contrario. Universal es su versatilidad, problema de donde derivan el resto de los problemas. Se me abanican las orejas cuando oigo en los medios de incomunicación, etiquetar como “equipación” la vestimenta de los equipos sean de fútbol, de bicicleta o de petanca. Me tiro de los pelos que me quedan, porque antes se me han arrepiado, cuando oigo tantas barbaridades, tantas, cuando leo (sin segundas) tantos latrocinios que intentan robarme mis palabras, que así estoy, con la frente marchita y el cráneo yermo. Porque mis palabras son mías y de nadie más. Son mías aunque el tiempo me las haya dejado prestadas. Podremos coincidir, podremos entrecruzarnos. Podremos consentir pero nunca enamorarnos. Y este es un ejemplo de un sinsentido que escribo porque rima, porque me salió de corrido en el momento pero sobre todo, porque me peta. Y ahí es donde quiero llegar y sobre todo continuar. Escribo, porque donde lo hago, soy dueño de mí, sin arrendamientos ni usufructos, soy lo que soy, porque las palabras, al igual que los zapatos, son el espejo del alma y porque nunca fui tan libre como soy, con las palabras que escribo como me da la gana.
Y si alguien no está de acuerdo, me importa un carallo. No escribo para ti (un poco sí). Lo hago para mí (a veces demasiado). Es un pensamiento en alta voz. Si no quieres, no lo leas o táchame te lo ruego, de mentecato (palabra que me encanta y por eso, llegado el caso, te lo agradezco). Ignórame con la mirada, despréciame con una sonrisa casquivana. No me des palmadas en la espalda, vuelve la cara hacia la nada porque me tira de un güevo, si no sabes, lo que es escribir un poco con la cabeza y el resto con las entrañas.