Quedamos en que a las tres ¿Y no será demasiado tarde? A las tres. Vale. A mí me pareció demasiado tarde pero Juan Ignacio estaba acostumbrado a ese horario, así que dije amén y a esperar hasta hora tan impropia. Yo, que soy de cena temprana, a eso de las ocho y media o nueve de la noche, tuve que hacer florituras con el tripamen para que no me protestase demasiado a eso de las veintitrés. Juan Ignacio era soltero, un poco de derechas y amigo del buen yantar y la coyunda con señoritas de buen ver y mejor hacer. Lo cierto es que no sé cómo me dejé convencer pero en estos casos siempre me he escudado en el teorema (o axioma, vete tú a saber) de que la carne es débil aunque el espíritu esté pronto. Carretera de Cambados dando las tres. Yo salí de San Vicente. Él, de Vilanova. Nos vemos en el Venus. A mí me da no sé qué entrar solo si llego antes. Mejor te espero en el aparcamiento. No seas lila. Venga, en el Venus pues. Llegué primero pero no demasiado pronto. A mí esto de las alegrías con las pajaritas nunca me había gustado pero Juan Ignacio me lo merecía. Me había salvado años atrás de una muerte segura cuando hacíamos la mili en Valencia. Un día, después de unas maniobras nocturnas a base de pepinazos de fogueo culebreando por entre los naranjos florecidos y otras memeces por el estilo, me empeñé con hambre desaforada en desayunar toda la bollería del mostrador, todo el café de las Antillas, los güevos de media granja en revoltillo y el zumo entero de la huerta naranjera. Juan Ignacio me dijo que era una imprudencia amén de una barbaridad y una ordinariez. Parece mentira en ti, me dijo como colofón a una sarta de consideraciones. Me acojonó. Pedí un cortado, tienes razón, y un Donuts, con cuchillo y tenedor, como último consuelo y un poco por contrición. Desde entonces, Juan Ignacio se había convertido casi en mi mentor para algunas cosas. Entré en el Venus, tres escalones y la hostia de neón, con la mirada columpiada en la puntera de los zapatos. Eso sí: inmaculados los llevaba. Sin enmiendas ni raspaduras. Buenas noches. Hola amor. Empezamos bien. A mí…lo de amor…a las tres de la madrugada y en la barra de un lupanar…Qué te sirvo corazón. Un gin tonic por favor. Aquel pivón de allende los mares con los ojos como cachos de carbón y la antesala de la espalda como…como lo que fuese, se fue a por hielo tras la cortinilla. Tú dirás. Yo diré qué. Cuántos hielos. Ah, eso. Cuatro por favor. ¿Sólo cuatro? A mí me llegan. Son pocos para ti. Siempre pido cuatro. Aquí, me dice picarona apoyando los pomelos en el mostrador, lo normal es pedir seis. Madre de Dios. Me puso cuatro y se marchó contoneándose como una cobra de la India para atender a otro cliente en el extremo opuesto de la barra. Trasvasé el gin tonic sin darme cuenta y sin que Juan Ignacio hubiese llegado. Su teléfono me comunicaba que la cobertura se había ido a tomar viento o incluso que podía estar apagado. ¿Me pone otro por favor? Uy qué serio. Trátame de tú, amor. Es la costumbre, disculpe. Mira cariño, me dijo clavándome los ojos: aquí, es otra cosa. Vale vale. Entiendo. ¿Tú no vienes mucho por aquí, verdad? Pues no. Lo mío es la meditación trascendental, mentí al borde de la carcajada. Ya, dijo ella medio mosca para luego agregar, chúspeme neste ollo. Yo, quedé sorprendido porque deduje al principio, bueno, eso fue al principio pero ahora, al segundo gin tonic cargadito de ginebra, deducí, que aquella hermosura provenía de un país caribeño o incluso del propio Katmandú pero aquella expresión tan nuestra, me chocó hasta el descoloque. ¿Pero tú de dónde eres criatura? Me miró tierna, con ojos casi bovinos: de donde tú quieras mi vida. Virgen Santísima. Qué, prosiguió, entramos o qué, me dijo señalando con la cabeza la entrada a los reservados. Estoy esperando a un amigo. Claro amor. Lo que tú digas corazón. Es cierto, insistí. Miró a uno y otro lado de la barra, me sonrió con la más linda de las sonrisas y desabotonó con parsimonia la blusa estampada de gardenias por aquí y gladiolos por allá. En un instante, las dos… pero las dos…más bonitas que jamás había visto, se me plantaron desafiantes a la altura del bigote. No lo pensé más. En semejante trance no estaba yo para razonamientos ni consideraciones. Después de un guiño de manual con caída de pestaña, me perdí con aquella hermosura por la puerta de los reservados mientras pensaba que la cita con mi amigo había quedado pospuesta sine díe por imponderables del destino. Lo que no vi, es que aquella ricura, mientras me daba una palmada en el culo, pasa amor, ya verás que bien, le devolvía un guiño cómplice al cabronazo de Juan Ignacio que le daba el beneplácito emboscado tras el ventanal.
Crónica golfa desde un lupanar
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Carlos Garcia-Manzano
Carlos Garcia-Manzano
Él es Carlos García-Manzano amigo no sólo de elcercano, donde cada semana participa activa y entusiastamente en nuestro programa de radio, con su sección"Todo Letras" acercándonos a este mundo de relatos inéditos, creados por él mismo, y cada cual más original. Hoy comparte sus historias no sólo por las ondas radiofónicas sino también por estos espacios virtuales.
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