Después de dos semanas sin pasar por casa, recojo del buzón resma y media de cartas. Menos una, meto el resto en el buzón del cartero que es lo que hago siempre cuando se trata de propaganda sin destinatario definido. Me sigue pasmando la insistencia de algunas empresas en continuar perdiendo el tiempo y el dinero enviando publicidad que va directamente a la papelera. Yo lo haría de otra manera y así, a bote pronto, se me ocurre que para anunciar algo y hacerlo atractivo negaría su consumo pintando en las paredes, sin que me viesen claro, no compre el desengrasante tal y verá lo que se pierde o no se le ocurra comprar el detergente cual y luego no diga que no se lo avisamos. Otra manera ineludible de difundir propaganda sería en el papel higiénico o como dicen algunos instalados en la ridiculez, suave tisú perfumado de doble capa ventilada que protege su piel y no deja ni rastro. La carta que no tiro era de un banco con el que jamás había tenido tratos. Ni siquiera una mirada de lejos. A pesar de que venía perfectamente indicada la dirección con mi nombre completo y al que no le faltaba el guión del primer apellido como suele ser habitual, supuse mientras la abría que se trataría de más propaganda para tirarme los tejos y que si domiciliaba la nómina per sécula me regalarían un juego de sartenes antiadherentes con mango anatómico y la colección completa de los éxitos de Yoryi Dan. Era una factura. A mi nombre. Compras por Internet. Y me prometían que me cargarían el importe el día cinco del mes siguiente. Tres mil cuatrocientos dieciocho con setenta y tres euros. Dos docenas de rosas, una botella de Donperiñón gran reserva del 2003, un CD de un chino que bailaba no sé qué con un gañán estail, una caja de frambuesas de Güelva, otra de bombones rellenos de licor y un frac incluida la chistera de terciopelo negro a juego con los gemelos de ónice y plata. Me reí un poco sin dejar de lado lo sorprendente de aquella factura que desde luego tenía que ser un error porque yo jamás había hecho compra alguna y menos con una tarjeta que llevaba años en un cajón de la mesilla de noche, caducada y con saldo negativo. No le dí demasiada importancia y aparqué la carta en el mueble de la entrada que cuando lo compré me dijeron que era un buró pero yo sigo llamándolo mueble de la entrada. Al día siguiente pasaría por el banco y asunto arreglado. Y al día siguiente, buenos días, fui al banco, buenos días. El empleado del mostrador, dígame. Y yo le dije buenos días otra vez, le enseñé la factura y le comenté los pormenores de mi situación económica al borde del desahucio y la marginalidad y que aquello era imposible además de no poder ser. Tecleó en el ordenador y me preguntó si yo era fulano de tal sin guión en el primer apellido. Le dije que sí. Me preguntó si mi dirección era la que aparecía en la factura y le dije que también. Dígame el DNI, me exigió. Y se lo dije de corrido incluida la letra del final. Me interrogó acerca de los cuatro últimos números de mi tarjeta. Se la enseñé para que comprobase que había expirado hacía un lustro. Respondió que la habían activado hacía una semana. Le juré que yo no había sido. Se encogió de hombros. Me aseguró que no había ningún error y que aquella factura era mía y solo mía. Insistí en que yo nunca había comprado un frac y mucho menos una chistera, que lo único decente que tenía para las ocasiones era una americana de confección y una gorra de propaganda para cuando el dermatólogo me obligaba a ir a la playa por el bien de mi piel. Mientras le comentaba todo esto, el empleado seguía tecleando en el ordenador como si tuviese que enviar un artículo al periódico urgentemente o como si me estuviese tomando declaración antes de entrar en el trullo por un delito del que me declararía inocente. Y fue entonces cuando caí en la cuenta. Llamé a mi caballo mientras me subían los calores desde las ingles hasta la cara. Comunicaba. Volví a intentarlo. Seguía comunicando. Después de un rato intentándolo por fin me contestó con un bienvenido capullo y qué era de mi vida. Lo amenacé que como hubiese sido él lo capaba. Haciéndose el loco me preguntó de qué estaba hablando. Se lo detallé. Ah, eso, y acto seguido se puso a tararear noche de paz noche de amor todo duerme en derredor con una naturalidad tan pasmosa que me hizo perder los estribos. Le llamé cabronazo, penco, jumento, mula parda y chuloputas. El del mostrador le hizo un gesto al de seguridad, un mequetrefe con una gorra más grande que él y tuve que disculparme, que aquello no iba con nadie de allí, que era una bronca privada. Por supuesto no le dije que era con la mala bestia de mi caballo porque seguro que me rociaba la cara con un esprai de esos que hacen llorar y toser hasta echar los hígados. Me invitó a salir fuera. Una vez que conseguí calmarme un poco, le exigí toda clase de explicaciones. Me dijo que la tarjeta la había activado mediante una aplicación que se puede descargar con el móvil y que el importe de la factura había sido inevitable, que la yegua de al lado lo había invitado a su boda y ya que no podía ser el novio a su pesar, lo convenció para que fuese el padrino. Me juró que no había podido negarse porque aunque se casase con otro, un imbécil según él, la seguiría queriendo en silencio porque era el amor de su vida. Le pregunté con sorna cuántos habían sido los amores de su vida porque que yo recordase cada vez que veía un par de ancas les juraba amor eterno. Me dijo que no tenía la culpa de ser sensible a la par que caballero. Le grité que lo que era, era un cretino, un pagafantas con la cara más dura que el cemento y el cerebro de grillo. Le prometí que a partir de ese momento y hasta resarcirme de la deuda, en lugar de pienso iba a comer viruta. Eso sí; podía hacerlo vestido de frac.
Conversaciones con mi caballo. XIII
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Carlos Garcia-Manzano
Carlos Garcia-Manzano
Él es Carlos García-Manzano amigo no sólo de elcercano, donde cada semana participa activa y entusiastamente en nuestro programa de radio, con su sección"Todo Letras" acercándonos a este mundo de relatos inéditos, creados por él mismo, y cada cual más original. Hoy comparte sus historias no sólo por las ondas radiofónicas sino también por estos espacios virtuales.
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