Me deja recado Güili junto con la chapata y el medio mollete colgados del tirador de la puerta. En una hoja de libreta, garrapateado a lápiz, que te pases, que tu caballo necesita verte. Supuse que sería otra de sus gansadas a no ser por una acotación sesgada, quizá sea la última vez, en tinta roja y mayúsculas. Como ya tenía previsto pasarme con recado o sin él, no me importó acercarme sin demasiada premura aunque debo confesar que con algo de curiosidad y un poco de incertidumbre. En su sofá de costumbre, el único que tenía, mi caballo releía algún texto sobre el Códice K y las ruinas de Palenque. Con cara de exagerada incredulidad le pregunté si él también. Me respondió que si él también qué. Eso, le dije señalando el libro. Está claro, contestó. Le dije que lo único claro de todo ese jaleo era la ingenuidad de algunos que no sabían interpretar lo que leían y las traducciones literales solían contener bastantes imprecisiones. Con cara de lástima de culebrón pampero se compadeció por mi falta de fe y yo lo hice con él por su exceso de credulidad. Se acabó, me dijo solemne. Hasta aquí hemos llegado, capullo, sentenció. Yo, de natural incrédulo, tomé aire, resoplé y con toda la parsimonia del mundo reconduje el estado del aposento a su situación de costumbre; extendí la viruta apelmazada del suelo, quité alguna telaraña caducada y en el techo, repuse una lámpara de neón con titubeos de club de pajaritas. Nos quedan dos días escasos, continuó. Hice como que el asunto no iba conmigo y seguí con el adecentamiento más o menos al estilo de quien oye llover. Y a partir de ese punto, enfebrecido por mor de una diarrea mental, se fue desfondando vivo con todas las peticiones que se le pasaban por la testa. Casi me gritó que quería experimentar con todo, que estaba harto de esnifar polvillo de pienso barato y que quería probar a meterse farlopa por la tocha, que quería conducir un Ferrari, que tenía muchos caballos y no como él que sólo se tenía a sí mismo porque lo que era contar conmigo resultaba como escribir un poema en una berza y dársela de comer a una vaca. Aquí asomé la cabeza para comprobar que nadie lo estaba oyendo porque corría el peligro de que si así fuese pudiesen reprocharme que lo tenía muy mal educado y consentido y que eso sólo me pasaba a mí porque era un blando y no tenía carácter y que así me iba, que hacía de mí un pandero y que campaba a sus anchas. Y yo respondería que necio que sabe callar camino de sabio va. Y alguien me contestaría que garbanzo fino y gente inteligente en Fuentesaúco se dan fácilmente. Y yo preguntaría que qué coño tenía que ver el crepúsculo con las pavías a lo que me respondería tajante que por San Blas, ajete mete uno y sacarás siete. Ahí sí que me quedaría yo un poco en desuso porque no sabría si en realidad había dicho ojete o ajete. En cualquier caso yo acabaría sentenciando y sin lugar a réplica que de grandes cenas estaban las sepulturas llenas y así que cuidadito, que entre grama y terrón se sembraba el buen melón. Me sacude el brazo mi caballo y me interrumpe el ensimismamiento sin contemplaciones. Me apremia, me dice que el fin de los tiempos son llegados y que ahora o nunca. Lo recrimino diciéndole que está dejándose llevar por una idea folletinesca y culebruda de todo ese jaleo. Insiste en que como cualquier condenado, tiene derecho a tres deseos antes de palmar. Uno, le dije. Uno. Después de un tira y afloja convenimos en que dos. El primero, que lo llevase a una casa donde se guisase de comer para darse un atracón de cocido y el segundo, y no necesariamente por este orden, que me las apañase para que pudiese pasar la última noche con Wilma, la yegua del pasillo lateral derecho, cuadra 3, que se había puesto de cine después de que su dueña, en un alarde de generosidad, le hubiese pagado una operación de cirugía estética para agrandarse las pechugas porque hasta ahora había tenido que conformarse con espiarla en la ducha. Contesté que con el primero, ningún problema. Con el segundo, nada que hacer y le expliqué que la dueña y yo, desde hacía nada, manteníamos una amistad reiteradamente pecaminosa incluidas fiestas de guardar. Creo que no le gustó que no le hubiese comentado el pormenor aunque fuese a vuela pluma. Añadí que como era bastante pija, estaba buscándole a la yegua un partido con posibles donde evidentemente no entraba él. Así de claro. Después de un rato rumiándose por dentro, dijo que se conformaba con el cocido pero que constase que estaba harto, y ahí me lanzó una mirada inquisitorial y curil, de que siempre pagasen equinos por pecadores.
Conversaciones con mi caballo. Diciembre 2012
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Carlos Garcia-Manzano
Carlos Garcia-Manzano
Él es Carlos García-Manzano amigo no sólo de elcercano, donde cada semana participa activa y entusiastamente en nuestro programa de radio, con su sección"Todo Letras" acercándonos a este mundo de relatos inéditos, creados por él mismo, y cada cual más original. Hoy comparte sus historias no sólo por las ondas radiofónicas sino también por estos espacios virtuales.
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