A la muerte de Ricardo Rivas todo habían sido especulaciones sobre la causa de su defunción. Un día antes, la agencia le había encargado un trabajo, uno de tantos después de veinticuatro años de oficio y apenas unos meses de aprendizaje. Perseverancia Rivas, le repetía su maestro, perseverancia y discreción. Sobre todo, discreción, mucha discreción, tanta que hasta llegue un momento en que ni tú mismo sepas quién eres. Y es que Ricardo Rivas era detective, detective privado como ponía en su tarjeta de visita, discreción absoluta y trabajos en el extranjero con resultados garantizados. Después de echar un vistazo al expediente se despidió con un hasta pronto. El trabajo parecía de lo más sencillo, unas cuantas noches de vigilancia, alguna que otra foto, o muchas, que no había que dar lugar a reclamaciones como el anterior cliente, que había protestado porque le parecían insuficientes casi treinta fotos de su mujer haciendo la cabra loca con el encargado del supermercado donde trabajaba. Pasó por el piso, cambió los zapatos por unas zapatillas de deporte y el traje de cheviot por un chándal de mercadillo sin distintivos ni marcas, cogió del frigorífico un trozo de queso al vuelo, un par de rebanadas de pan de molde, recargó un bolsillo con otra cajetilla de tabaco y cerró con meticulosidad el termo que había llenado con café recién hecho y dos o tres gotas de brandy, no más, porque estaba de servicio y el servicio era sagrado. Revisó las luces y los grifos. También la cisterna. De viaje en el ascensor y a la altura del primero, Ricardo Rivas pulsó el botón de parada y volvió a recoger las llaves del coche que habían quedado encima de la cama. De paso y por si le entraba el hambre a las tantas, se metió en el bolsillo aquel toblerone que tenía guardado para estos casos en el mueble de la cocina, el que hacía las veces de despensa con alguna lata de mejillones en escabeche, otras de sardinas en salsa de tomate, dos o tres de fabada y una de pimientos del piquillo, atún para ensaladas y una de almejas machas que le habían regalado en el supermercado hacía bastante tiempo y seguro que estaba caducada pero que guardaba más que nada, porque le hacía gracia aquello de almejas machas chilenas. Examinó los bolsillos repasando con la mano y asintiendo mentalmente a medida que iba comprobando que no le faltase ningún complemento y en un traspié consiguió esquivar a la gata que desde hacía rato se le enredaba entre las piernas. La noche iba a ser larga y sobre todo fría. La chica del tiempo había dicho que seguro que la temperatura se desplomaría a menos dos como decían ahora y no bajo cero como siempre se había dicho. Desechó el gorro de lana porque eso habría supuesto un detalle a tener en cuenta en caso de que alguien quisiese hacer una descripción de él pero aceptó una bufanda que un día había encontrado olvidada en el picaporte de la puerta del portal. El coche era su oficina, un Opel Vectra con sus años pero que iba como un reloj y donde nada estaba colocado al azar. Nada de objetos a la vista, ni pegatinas que despertasen la curiosidad; incluso había escogido un color neutro de carrocería para que pasase completamente desapercibido y no pudiesen describirlo más que como de color oscuro sin precisar. Tapicería oscura de serie al igual que los tapacubos y las pegatinas de la ITV junto con la documentación en la guantera. Cualquier rayazo lo reparaba con un poco de pulimento, cualquier abolladura, cualquier indiscreción aunque fuese en el parachoques. Revisó la cámara de fotos por si hiciese falta para el informe y se acomodó en el asiento del conductor con el cacillo del termo calentándole las manos. Rebuscando por entre la leonera que hacía las veces de guantera, encontró un sobrecito de azúcar, de esos que se llevaba cuando sobraban, y lo volcó con parsimonia en aquel café que parecía agua chirle pero que a él le reconfortaba pensar que era el mejor café al que podía acceder en situaciones como la suya. Camuflado discretamente entre la batería de coches aparcados enfiló con la mirada el número 165 de la avenida de Circunvalación, tercer piso letra A dando a la fachada principal, a tiro de piedra del estadio de fútbol y a poco más de la estación de autobuses. Nunca le había gustado aquella zona, le resultaba anodina y al mismo tiempo le producía un cierto repelús sin saber precisar por qué. Dos horas después, con la luna en creciente y los ojos en menguante, la sombra de una robinia lo sobresaltó sobre el parabrisas. Arqueó los riñones, los recompuso con las manos y sacó del bolsillo el toblerone medio despachurrado y derretido. Masticó sin prisa. Siempre le habían gustado aquellas pijaditas, tanto que una vez en un arrebato de glotonería había entrado en una tienda de chucherías y de una sentada se había despachado veinte euros entre sugus, gominolas y chocolatinas rellenas de sabores. Juró que no volvería a hacerlo después de permanecer entre la vida y la muerte una noche entera vaciándose vivo por arriba y por abajo. Un chasquido le sobresaltó la chocolatina entre los dientes. Miró hacia los lados, por delante y por el retrovisor. Quizá alguna rama caída o una semilla que lleva el viento. Nadie en la calle y sólo de vez en cuando, algún coche que pasaba. Otro chasquido, esta vez más fuerte sobre el techo del coche. No tuvo tiempo a volver a mirar.
A la muerte de Ricardo Rivas todo fueron habladurías y lo demás, especulaciones.