DOMINGO
No se qué extrañas relaciones mentales producen los excesos navideños. Ayer, tomando un par de tazas con un amigo abstemio reconvertido, en el bar Otra Ronda, me acordé del Zumolandia de Santiago, local de mis tiempos de estudiante desestructurado. El Zumolandia, como su propio nombre indica era el local más cursi y ñoño de Compostela, apropiado antro para coyundas a favor de natura entre niñas de Tercero de Derecho con ansias uterinas judiciales y estirados de Cuarto de Rebotica y Congelados que se perdían entre los folios de Botánica volumen VIII. Quod natura non dat, Helmántica presta al tres y medio por cien. Sorbían todos unos brebajes infectos con unas pajitas, con las frentes pegadas de tanto amor, y de algunos recipientes salía un humo más peligroso que el de la discoteca Ulises, que envenenó a tantos tontos tintos como yo. Idilios volcánicos se gestaron allí, en aquellas mesas rodeadas de selvática decoración, con palmeras y cacatúas de plástico. Krakatoa o krakatua creo que se llamaba aquella sopa cuyos tropicales componentes se describían en la carta de zumos. Lo único bueno que tenía aquel bar era que estaba debajo de mi habitación alquilada y tenia cerveza de barril, te ponía la caña Stacy Keach con un ladrido, me quedaba a dos pasos del ascensor y a veces veía allí dentro a una enana, de la que andaba enamorado los días pares, enroscada con un futuro registrador de la propiedad con gafas en el culo. No sé porqué hoy se me vino a la cabeza, -uno no puede dejar de oír conversaciones adyacentes subidas de tono-, cuando en una mesa de al lado me llegaban los navideños abrazos espontáneos de un grupito alicatado de postadolescentes, despidiéndose entre ellos hasta la nochevieja, recomendándose los vestidos de fiesta, las camisas blancas de su esperanza, los taconcillos de aguja para clavar mariposos y las corbatas del entierro del abuelo. Ahora parece que para salir a danzar, malditos, en fin de año, es necesario consultar con la sala de etiquetas del castillo de Windsor. Envidia: lo mío ya sólo es la digestión pesada, los párpados pesados, la barriga unos centímetros por encima de la línea de flotación y los pies planos. El Zumolandia espera a su Bukowski de los parques temáticos.
LUNES
Yo, para hacer boca, presumir de torero, y empezar con buen pie, no se me vaya a poner alegre la concurrencia, comienzo el año tomando unos tragos de Cioran, y no de una cosecha cualquiera sino que me llevo a la mesa una botella de un buen año. De esa manera, un poco mareado por sus efectos, me pongo exultante de amargura, de angustia y de pesimismo. Con esa resaca empiezo el año más triste que un ocho. Así se me aventa la cabeza y me quita de ella esas ideas de solidaridad intergeneracional, interracial, intersexual y la Alianza de las Civilizaciones de Zapatero Remendón, él sí que estaba civilizado y no escupía en el suelo, como nosotros. Por si los buenos deseos, que mi familia y amigos intentan esparcir sobre mí como un pegajoso confetti legañento, han podido hacer mella en parte de mi conciencia, sigo leyendo lo que escribió este rumano franchute antes de ponerme directamente con el Concierto de Año Nuevo que escucho por la radio, porque si pongo la tele me ataca la rabia de ver a todos esos cerocerosiete aplaudiendo la marcha radetzki a ritmo tibetano sin peligro de que la lámpara se desplome sobre sus cabezas. ¿Quien coserá tantos esmóquines para exfumadores?. Este año no me está gustando mucho, se pasaron de innovación, prefiero clásico sobre viejo. Había días, hace tiempo, en que confundía el concierto de año nuevo por la tele con la retransmisión de la lotería del 22 de diciembre y la gala de doña Carmen Polo de Franco y Rafael de tamborilero, por la cantidad de tronados entre el público, así que me decidí por la radio, aséptica forma de entrar en el nuevo mundo de los sofisticados que añoran ya al año que viene. “El hecho de que la vida no tenga ningún sentido es una razón para vivir, la única razón, en realidad”. Cioran, Cinar, cinabrio, cianuro, cicuta, cínico,…todo toma sentido este primero de año, rezo a toda pastilla.
MARTES
A veces me sobra un pie y me paro en un café a sorber el brebaje que quieran darme en el local que ha tenido la desdicha de ser mi recipiendario casual, qué tal. Hoy el precio de ese oro liquido, gracias al cual unos seres geniales escribían unos artículos revolucionarios y vigorizantes a su sombra, en locales con espejos, alfombras, cortinas de terciopelo, cerilleros, camareros de botones dorados y señoras en negro sobre blanco, anda rondando el euro con veinte, diez céntimos arriba, diez céntimos abajo, en los bares a los que yo acudo en mi salvación. En la cafetería del Parlamento de Galicia sigue costando 0,95 euros. En la cafetería del Parlamento español es más barato que en el resto de las cafeterías que están en Madrid, y las baraturas de los dos parlamentos,– no he consultado los listados de precios de otras cortes legislativas de esta España desigualada–, se deben a que ese cafelito y esa tostadita los vende sin receta la Seguridad Social como medicina para combatir la narcolepsia y el sonambulismo. Es un intento infructuoso de un subsecretario del ministerio o de la consellería de Economía y Apariencia para que sus señorías despierten y se puedan poner a trabajar. Válgame el cielo, qué blasfemia. A otros bebedores, el café americano se lo pagan los de su comisión hospiciana para ver si de una vez por todas arrancan a pensar en algo y van currando. Está subvencionado, este brebaje oriental; tan subvencionado como los teléfonos que les regalan a los diputados o las tabletas para comunicarse con los habitantes de Saturno que muchos utilizan para practicar sabe dios qué extraños tejemanejes lúdicos. Cuando pido el café, en el bar de esta mi ciudad, después de este innecesario inciso, también pido el diario local de Orense, provincia de lodos termales, y una vez detenida mi vista estrábica entre la tacilla con cucharilla y el diario abierto sobre la mesa, me voy directamente a consultar el horóscopo que me corresponde por mi nacimiento, a ver cómo me viene el nuevo año. Le tengo mucha confianza a esa verdad inmutable, a esa sección voluntariosa que es la única que no me defrauda nunca. Como si estuviese en una peluquería para perros de Sunset Boulevard, mientras espero a que se me despierte el otro pie y me hagan las patillas, me tomo el café hojeando las rosaledas de este periódico tan alegre, es decir tan gay, tan lleno de poesía cotidiana y social. Después, como es obvio, me voy a reencontrarme con la puñetera realidad. Esta vez ha sido un euro cincuenta pero la camarera me ha sonreído y me ha parecido barato.
MIERCOLES
He leído por ahí que las hienas se han abalanzado sobre el cadáver de Javier Cercas para despedazarlo adecuadamente, disputándole el festín a las leonas de novelas feministas, que han tenido que retirarse con el rabo entre las piernas. Javier Cercas, cazador mogambo solitario, con ese articulillo que ha colado en “El País”, en el que se permite el lujo de criticar a los infames políticos de izquierda y de derecha que nos mal gobiernan, se ha pegado un tiro en un pie y ha quedado desangrándose en medio de la sabana, más solo que la una, con los buitres ajo avizor desde las alturas de los despachos oficiales. Propone el escritor difunto, en dicho artículo de lencería, la insumisión o el voto en blanco; propone también algo tan mágico como la Lotocracia, que sería una especie de lotería de Babilonia borgiana en la que a cualquiera nos podía corresponder el azar de ser diputados, ministras vicepresidentas o, premio gordo, presidentes del gobierno. La idea no parece mala e incluso creo que mejoraría mucho nuestro sistema parlamentario. Cualquier analfabeto podría llegar a ser presidente del Senado, jefe de la oposición o embajador de la UNESCO, nada distinto de lo que ahora se perfuma. En selva mediática abundan las hienas aduladoras en la misma cantidad que las sanguijuelas subvencionadas y las hormigas trepadoras que van colocando pulgones chupadores en las hojas más altas de las acacias, para después llevarse el botín a la madriguera y vivir a cuerpo de rey sonriendo a la cámara. Si yo pudiese decirle algo a Javier Cercas le diría que no se preocupase mucho, que una vez que uno ha pasado a engrosar la enorme masa de difuntos con los huesos roídos mondos y lirondos blanqueados por el inclemente sol africano, ya puede dormir, o bailar la danza de la muerte, tranquilo, al lado de los otros cadáveres de apestados que osaron ir en contra de las conveniencias de las alimañas.
JUEVES
Cuando me quedé encerrado en un ascensor que bajaba a las tres de la madrugada hacia mi lecho, los bomberos, que vinieron a las cinco a rescatarme de mi encierro y aventura involuntaria, le cobraron a la comunidad de propietarios dichosa en la que aquel descensor traqueteaba, la astronómica cantidad de dos mil pesetas. Hace mucho de esto. Quisiera saber cuanto le va a cobrar el Estado español al chorras este al que se ha tenido que ir a rescatar de las garras de los cuervos curas negros de Irán. Hay gente que cree en los pajaritos preñados y en los consultorios sentimentales y se lanza a la aventura de recorrer el mundo con el único bagaje de su propia estupidez. Quería ver partidos de fútbol manchados de sangre en Catar y además plantar no sé cuantos miles de arboles en los desiertos arenosos. Si yo fuera el de los cobros le pondría la tarifa máxima, la que se le aplica a tontos desnatados; y además le sacaría tarjeta roja. Pero estoy seguro de que en algún sitio le van a hacer un homenaje, dios los hace y ellos se juntan.
SABADO
La navidad está inventada para los niños, ha sido una gran confabulación judeocristiana. Mientras queden niños y episodios de los Simpson querrá decir que el mundo merece la pena. Como todo el mundo sabe la infancia es la única patria verdadera del hombre y por eso los viejos, que están de vuelta de todas sus ignominias, suelen emigrar a su país natal. Y dentro de la navidad y a pesar de Amazon, el día de Reyes es el punto en el centro de la diana. No voy a acordarme de los niños que el día de Reyes no reciben ni un miserable ochavo de chocolate, porque la tristeza no deja escribir tonterías, anquilosa las manos y obnubila el poco cerebro que nos queda. Ni siquiera me voy a acordar de los niños a los que se está despanzurrando vete tú a saber en nombre de qué venganza de adultos. No. Estoy viejo y me voy a acordar de mis Reyes Magos, más concretamente del chorizo que ese día me regalaba mi vecina. Estaba colgado en su fumeiro desde los helados días de diciembre, con su cordel parecía una corneta de Correos y Telégrafos, y yo ya sabía cuál era el mío y cuál el de mis hermanos, unos más grandes y otros más pequeños. Entre algún juguete, de los que ni me acuerdo, y el chorizo con mi nombre, que sigo saboreando hoy, se redondeaba aquel día en el que tampoco faltaba el sol y la nieve deslumbradora acabada de nacer. Los días azules y el sol de la infancia. Reyes Mágicos que no volverán.