La Estadística es una parte de la ciencia matemática a la que yo le he perdido completamente el respeto. Podía decir, faltando a la verdad, que yo le tengo respeto a la Estadística un día y que no se lo tengo al día siguiente, pero eso, como he dicho, no es cierto el ciento por ciento de las veces, es mentira siempre. La Estadística es una ciencia inexacta y tan débil que la vida cotidiana le arrea unos puntapiés directos que le aciertan siempre en el centro del culo. Mi conclusión de aquellas modestas clases de Estadística de mi pasado inmaduro en un colegio concertado con Dios y María Auxiliadora, en las que yo aprendí que no se puede aprender Estadística, se puede resumir en dos principios: que si tiras una moneda al aire más de un millón de veces, el cincuenta por ciento de las veces sale cara y el otro cincuenta por ciento sale cruz pero no queda nadie allí para contarlo; y el otro principio es que las variables que afectan a la estadística van teniendo menos influencia cuanto más nos acercamos al infinito, es decir, a la eternidad del tiempo, es decir, cuando las variables están agotadas por el cansancio y dejan de ser variables para convertirse en paradigmas y en difuntos a los que ir a rezar. Un rollo que me acabo de sacar de la manga. Que la Estadística es una ciencia a la que hay que menospreciar es tan cierto como que a veces el duro de plata que se tira al aire nunca llega al suelo porque alguien se ha quedado con él. Dejando de lado estas disquisiciones que los estadísticos profesionales calificarían de frivolités y que un espíritu matemático y exacto como el mío califica de principios inmutables, tengo que decir que yo me había olvidado de la Estadística hasta que hoy el mejor amigo de los perros, el cartero del barrio, me ha traído una carta certificada de la junta electoral de zona. Es la novena vez que me toca formar parte de la mesa electoral. Esta vez ha sido con alevosía y estivalidad, ya que unas elecciones convocadas en pleno verano, en pleno bochorno, en pleno horno microondas de Orense, es una taimada faena imaginada por una mente antipática y transelvática propia de un ser al que sus semejantes le importan tan poco como la ceniza de una vela. Las gentes que viven en los gobiernos, sean estos de la color amarilla que sean, color de la pis oceánica, se dan demasiada importancia, tienen de sí mismos una idea equivocadamente elevada y creen que pueden hacer las estupideces más aguerridas contra los ciudadanos, sin detenerse en menudencias tan importantes como el que ejerzan el derecho a votarlos a ellos en el peor día del año para votar a cualquiera. Ningún respeto por la calor corporal, las vacaciones merecidas o no, o los desvelos veraniegos o sexuales y gastríticos de julio o agosto. Alguien, fabricado por la inexistente inteligencia artificial, ha agitado los dados dentro del cubilete y han salido elecciones a fines de julio: un dos, un tres y un siete. Aplaudamos. Los dados están trucados, los puristas me dirán que el dado no tiene sietes, no conocen ellos los dados fabricados para Hacienda en la Fabrica Nacional De Moneda Y Timbre. He pedido a un amigo matemático de profesión que me calcule cuáles son las probabilidades de que a un señor, Señor, con sesenta y un años, en un país de cuarenta y ocho millones de habitantes entre los cuales hay algunos miles que han aprendido a leer y escribir y hacer cuentas, le caiga encima la pena de estar nueve veces en una mesa electoral, y le ha salido la siguiente cuenta de la vieja, el Resultado es el siguiente: un 0,0000003 por ciento de probabilidades. Es poco, a simple vista. Pero es mucho si tenemos en cuenta que en la junta electoral de zona hay una foto con mis datos en el tablón de corcho de la sala de comer el bocadillo, con una flecha hecha a bolígrafo bic señalándome. Han utilizado la foto de mi DNI en la que también tengo cara de imbécil. No he tenido que esperar a la vida eterna para acogerme a las otras variables. Si me vuelve a tocar, la próxima vez que estos mamantes de lo público quieran ser elegidos, me voy a querellar y que les recuente los votos su madre, que seguramente tiene poco de santa, ya me entienden. Ya lo decía aquel cráneo privilegiado argentino y aurígero llamado Jorge Luis Borges, “la democracia es el abuso de la estadística”. Yo soy la prueba moribunda, ensayo y error, de esa puntiaguda afirmación.