Las bonachonas autoridades han ideado unas nuevas fórmulas para evitar que la gente se ponga enferma. Esta vez creo que será la idea definitiva, a la altura de aquella que Jonathan Swift pensó para acabar con el hambre en Irlanda: en esa ocurrencia swifteana se trataba de comerse a los niños, de esa manera se mataban dos pájaros de un tiro, perdóneseme el exabrupto, acabando, por un lado, con unos hambrientos y dando de comer a los otros. Lo que han ideado últimamente nuestros gobiernos es de una categoría mucho menos intelectual. Dado que la gente sigue teniendo la manía de ponerse enferma, dado que la gente es una pobretona que no puede acudir a una clínica privada y dado que aun no han conseguido acabar con la sanidad pública, tan atractiva para muchos como una mujer idem, de lo que se trata es de que esa misma gente no alcance de ninguna manera la posibilidad de entrevistarse con el médico que le ha tocado en desgracia, y no entre en ninguna estadística perniciosa. No es que el cara a cara con tu facultativo vaya a asegurar el alivio de tus docencias,- ya no me atrevo a escribir la palabra curación, que parece más propia del lenguaje evangélico que narra los milagros de Cristo y predecesores-, sino que, por si acaso el médico acierta en el diagnóstico, lo mejor es impedir que el propio diagnóstico se produzca. Quién evita la tentación evita el pecado, piensan nuestro gobernadores, mientras se tumban en la camilla de su masajista favorita, a la que le pagan con el generoso sueldo que reciben del erario público y de sus trincazos privados. Aleluya.
Las ordenes que se han dado para que la sanidad pública no colapse por indigestión de enfermedad es que aquellos que no parezcan muy enfermos y que no se pueden curar con una aspirina, esperen pacientemente a estar graves. A tal efecto se les receta valeriana para calmar los nervios. A los enfermos que están graves pero cuya curación no va a modificar esencialmente su estado de salud se les manda a la sanidad privada concertada, en la que hay una larga lista de espera que jamás se mueve. A los que están muy graves se les recibe afectuosamente y los médicos de urgencias, cirujanos, enfermeros, intentan por todos los medios que aquel ser no deje de existir. No siempre lo consiguen. Estos enfermos suelen acudir a los centros hospitalarios subidos en una ambulancia que tiene el camino expedito. Para los otros, por si no se hubiesen puesto las barreras burocráticas suficientes, lo que se hace es colocar cientos de obras alrededor de los hospitales para que el acceso sea tan difícil que el enfermo desista y se vuelva a casa, a ver si recupera el apetito y las ganas de respirar. Alguno tiene suerte y cae en una zanja, así que entra directamente por urgencias.
La pandemia no alcanzó los daños colaterales previstos por aquellas autoridades, muchas personas mayores se negaron en redondo a enfermar y morir, sobre todo aquellas que pudieron estar lejos de algunas residencias de ancianos y de manifestaciones multitudinarias para exigir la subida de las pensiones. Aun así algún político cree que la disminución de muchos pensionistas, con el consiguiente ahorro a las arcas del Estado, contribuirá a la creación de muchos empleos de asesores reclutados entre algunos despiertos afiliados de toda la vida de los partidos que gobiernan en cada taifa, diputación o ayuntamiento. Han echado las cuentas de la vieja ( aun sobrevive, la vieja) y se frotan las manos porque les había quedado un primo de la mujer sin enchufar. Con seis pensionistas fallecidos es suficiente para un buen sueldo de un inútil.
Si todas las ideas que han tenido para que la gente deje de dar el coñazo con la narración de sus enfermedades no son suficientes ya están discurriendo otras nuevas. Según he oído decir se trata de comprar una isla, llevarse allí a los enfermos y grabar un reality show para vender en una plataforma de televisión: con lo que saquen de su venta a países psicopáticos pagaran las luces de esta navidad, que son muy necesarias para ver por la noche que se nos echa encima.