El cuerpo humano se parece muchas veces a una prenda de vestir, rompe por los sitios más inesperados.
Hoy he observado que mi pijama favorito tiene un desgarrón en aquel lugar que aproximadamente cubre mi nalga derecha. Jamás me he sentado sobre mi pijama favorito con tanta frecuencia como para que pudiera ocasionar el desperfecto textil de esta categoría, utilízolo tan solo en las horas planas nocturnas. Así pues ¿porqué se ha roto precisamente por ese sitio?. ¿Acaso la tela del pijama no era homogénea en su constitución física, tenia debilidades mentales que la etiqueta, más grande que el propio pijama, no describía? La etiqueta estaba escrita, según creo, en dieciocho idiomas, sin contar el cirílico, y los símbolos de planchado, secado, lavado, eran los mismos en todos ellos. Do not disturb. A Nosotros, que aun no somos robots fabricados en Camboya, pero prontos lo seremos, aun no nos han grapado una etiqueta, más alta que la Luna, en la piel de una grieta a la altura del estómago, que diga “no lavar a más de sesenta y cinco grados, presérvese de la sequedad ambiental, dele de comer tan solo pegamento y medio, póngase el cinturón de castidad, so cochino”. A lo mejor algún tatuador me roba la idea. A algunas personas que nunca utilizan la cabeza les da un derrame cerebral y quedan algo perdidas; a otras que no tienen compasión les da un infarto de miocardio. Y también están esos otros rotos y descosidos de categoría inferior: una torcedura de tobillo en Maratón , una variz que levanta el vuelo, un dolor de muelas antes de cantarle a la molinera. Afecciones que nada tienen que ver con la dedicación exclusiva de su sujeto porteador, -que puede ser sindicalista o trabajador, banquero o taxista, juez o chapero, etc-, porque nosotros, humanos, somos porteadores de una serie de aparatos defectuosos de carne y hueso que tampoco tienen relación con nuestra alma inmortal ni con Hacienda. Por ejemplo, mi hígado podría ser el hígado intercambiable con un bosquimano de Namibia, que seguramente lo hubiese tratado mejor que yo ya que por allí no hay tantas tascas para recuperarse de la sed, ni siquiera en el Kalahari, fúnebre desierto de alacranes y chacales. La etiqueta diría: “hígado procedente de Birmania, fabricado con hilo de baba de gusano de seda, no apto para fabricar paté, manténgase fuera del alcance de los niños”. Mi hígado me la tiene jurada pero a veces creo que yo voy a romper por otro de mis adminículos corporales, una embolia renal quizá, un uñero, un tiesto de geranios a la cabeza, nada hepático, en puridad. Mi cuerpo se parece muchísimo a mi pijama favorito, tan fresco, tan liviano, tan lavable y secable: cuando se le cae un botón es como si me creciesen las dioptrías; un desgarrón en el bolsillo es una depresión de caballo. Lo que más me asusta de este descubrimiento es que este pijama favorito, en breve va a pasar a engrosar el grupo tan abundante de los trapos al montón, y descansará, tirado allí de cualquier modo, en un rincón apestoso, entre bayetas para el polvo, sabanas deshilachadas y la gamuza de los cristales. El problema de los plásticos será un cuento de niños pijos al lado de este problema de los cuerpos desmembrados en sanguinolentos cartuchos de carne, que andarán arrastrados por ahí en espera de un entierro digno. La etiqueta de mi corazón rezará: “Fabricado en Guadalupe Oriental bajo el rito candomblé, entiérrese a una profundidad de más de tres metros para que no contamine con su vuelta a la vida, convertido en un zombi sin patas; puede contener trazas de cacahuete, no apto para celíacos”. Por fin descansaremos en paz mi pijama y yo.