En la casa de vecinos, proletaria y modesta torre de babel en la que a duras penas intento vivir los últimos años de mi desdichada vida, desprendiéndome de veleidades que en nada ayudarían a una vida sosegada, desprendiéndome de envidias de inalcanzables estatus burgueses, de deseos de ascensiones inútiles a clases aristocráticas, perdedoras del tiempo de los esclavos en las fincas gobernadas por los procónsules, los mentados vecinos hacen tanto barullo de noche y de día que, premiados en el XIX Concurso de batucada feminista organizado por el Comité para el desarrollo de los barrios pobres del Concello de Ourense, se turnan en sus estancias fijas en el edificio para que yo no tenga un minuto de descanso en mis oídos de flor de pitiminí, y qué decir de las lindas orejas. Siempre hay alguien arriba y abajo para que no me relaje, para que no me deje ir en los vaivenes moles del silencio. Incluso, jugando a las cartas en el vestíbulo para matar el tiempo, hacen guardias nocturnas, que cobran a precio de horas extras del fondo para imprevistos, que también pago yo, de la Comunidad de Propietarios legalmente constituida, para despertarme en lo mejorcito de un sueño, cuando ya estoy a punto de conseguir a la rubia, allá por las cuatro de la madrugada, hora de los sueños húmedos, si quiere dormir váyase usted al parque. Los sábados y domingos, libres ya ellos de los grilletes que impone a todo trabajador la sociedad de autoconsumo y fagocitación mecánica, una vez que también se les ha entregado por parte de las autoridades laborales incompetentes dos días a la semana de asueto sin necesidad de acudir al tajo, se esmeran en sus estruendos y toman clase de ladridos con profesor particular, clases de baile clásico abrazados a la escoba y aspiradora de seis cilindros en línea y, lo que es más importante, se sacan el bonobús de cien viajes gratis para subir y bajar constantemente en ascensor para llevar a mear a los chuchos y para llevar a cagar a los chuchos, pobrecitos – si La Duquesa de Alba tenia un perrito porque no voy a tenerlo yo-, una vez por cada vez, y cada vez multiplicada por el número de culopijos de perro que sobrehabitan encima de mis derechos al descanso y a la posibilidad de prepararme unas oposiciones a registrador de la propiedad, parándose en las estaciones intermedias de los rellanos para ladrar a voz en grito de sus asuntos indemorables, como puedan ser el problema intrínseco del espulgado de los chuchos de raza palleira frente al extrínseco de los de pedigrí con siete apellidos lobos, o de cómo hay que regar las lechugas para que no se te pongan de color morado cardenal primado, todo ello amplificado por la acústica de teatro de la ópera del tiro de la escalera, porque son todos de la familia y donde hay confianza da gusto, dice la mezzosoprano. Alguno aprovecha para trasvasar costo a visitantes esporádicos, y de paso, apoyado en el pasamanos, liarse un canuto con el chocolate que lleva en el otro bolsillo, el del autoconsumo, el del chaleco de fantasía al lado de la faca y el reloj con leontina que le robaron al suegro en su lecho de muerte, metiendo la mano por encima de las tablas barnizadas en nogalina de la caja funeral, arrancándole al difunto un último sonido como a una gaita escocesa abandonada en un escenario, que los tramoyistas pisan en su retirada hacia los camiones, un pedo, nosotros sólo fumamos de lo de casa, ande, pruebe, que es de confianza. Los chinos de la bahía de san Francisco han puesto una lavandería en el piso de arriba, una lavandería mecanizada con una lavadora gigante, un Polifemo importado por piezas para pagar menos aranceles, que centrifuga todo el día y remueve los cimientos, las paredes y mi conciencia, con un traqueteo constante de tren de mercancías, de tren de la chatarra, de tren de sogama, de tren de residuos tóxicos, estos chinos lavan para que los que no pueden lavar en casa tengan las ropas de faena limpias, los trecientos inmigrantes de Bangladesh que no tienen lavadora propia, pero tienen la dignidad de la limpieza; y a mí se me mueven las mesas y las sillas, y los miolos. Día y noche, creo en Jesús, él es mi alegría. Para mejor redondear el asunto, alguno es propietario de un bajo comercial en este mismo edificio en el que he tenido la desgracia de recalar como se recala en un puerto de las Antillas donde las tascas más lujosas son galleras de pelea con putas mulatas y marineros rubios como la cerveza, y la cerveza la bebida de lujo, y se dedican a subir y bajar las persianas de hierro una y otra vez hasta que se le cansa el brazo al negro mandingo del turno de esa semana, al negro del burdel con horas extras o al portero del Black, hotel Peregrino, Santiago de Compostela. Allí, dentro del bajo comercial que otros llaman lonja, guardan parte de la traílla de perros que usan para los trineos, y los pobres animales, tan lindos, aúllan su desespero sin necesidad de verle el ojo a la luna. Para rematarme con el tiro de gracia, caído en el pasillo, incapaz de alcanzar el ultimo refugio bajo las mantas, herido por los rayos y los truenos, se ha instalado una obra infinita en un edificio de enfrente, de la calle de la amargura, bis, y si de algo estoy seguro es de que no se trata de economía sumergida, ojalá, sino de albañiles o algo que se les parece, que usan todas las herramientas a su alcance para no hacer nada. Yo, con mis manos, hubiese acabado la obra hace tres meses, ellos se demoran en los detalles, afilándolos con un martillo neumático, una cortadora de piedra y una limpiadora a presión a la que toda la fuerza se le va por el culo porque ya van seis meses de tortura y el pobre inmueble aun no ha confesado el crimen.
Consumo somníferos, tranquilizantes para oso, ansiolíticos mezclados con alcohol y ya he ido a la funeraria a escoger el color de la madera. El ruido innecesario y absurdo me mata más deprisa que el calentamiento global, poniéndome cada día más amarilla el alma.
1 comentario en “VECINOS Y BOCINAS”
Le daría asilo en mi edificio, pero antes, le contaré, sin entrar en muchos detalles lo que se encontrará aquí:
Un ascensor que, como el suyo, parece el bus de la Residencia en día de visita, si tal cosa existiera., no para nunca.
Un joven que, cada vez que cierra la puerta, es como si un obús cayera sobre el edificio: Tiembla de arriba abajo; este “personaje” se olvida de todo, aún no salió y vuelve a por algo , vuelve a caer el obús, antes de diez segundos, cae en la cuenta de que olvidó alguna otra cosa… Así una y otra vez, sin pausa.
Un parque, , en el que bandadas de dueños y perros lo visitan a todas horas, desde las siete de la mañana hasta las hora que sea por la noche. El “parque” perruno aumenta en proporción inversa al sentido común de sus dueños.
Una bestezuela con nombre de niño que, cada vez que entra en casa, tal que los cien mil hijos de San Luis, no deja vecino sin ganas de estrangularlo. Aquí me vienen a la cabeza los “Crímenes Ejemplares “de Max Aub, cómo no entenderlos. Es lo que tiene vivir rodeados de primates de esos que tienen los mismos modales que cuando vivíamos en los árboles. Nada qué hacer, estamos indefensos ante la catarata de ruidos eternos. Y, le aseguro, que lo llevo tan mal como usted. Un saludo.