El cuento es muy viejo, es un cuento de la vieja, ya lo contaba Quevedo allá por los años del XVII y lo siguieron contando otros antes de él y otros después, es un cuento tan viejo que ya no merece la pena ser contado porque desde el campesino de la más remota granja hasta el ejecutivo de la más alta torre de suicidas se lo saben de memoria, y ya ni siquiera se lo cuentan a sus hijos en las noches de desvelo porque no merece la pena dejar a un lado a Pulgarcito o a Alí Babá y a los Cuarentas ladrones para ponerse a contar el viejo cuento de “La jueza que se enamoró del pelanas que había robado una gallina”.
Pero como yo no tengo nada que contar, no tengo hijos, ni ovejas, ni monedas de oro ni de plata, no tengo ochavos para sacar de una bolsa y después volver a meterlas en la misma bolsa y adormilarme con el tintineo estrellado del metal, alegrándome la vida con los frutos de mi ahorro, con los frutos merecidos de mi trabajo, pues entonces, en lugar de contar denarios, me entran las ganas de contar el cuento de “La jueza que se enamoró de un pelanas que había robado una gallina”.
Todos los cuentos que merezcan ese nombre, cuentos que se precien de ser cuentos, no como esas historias truculentas, repletas de retórica, esos sucesos sin pies ni cabeza por los que gentes sin alma pagan en forma de letra impresa, que versan sobre personajes anodinos, sin ninguna épica, sin lírica ni trágica, sobre vidas de gente corriente, escritas por presuntuosos que se emborrachan, que montan a caballo, por médicos sin vocación que falsifican su amor al prójimo con historias en las que se ríen de sus héroes con una desfachatez e impudicia propias de gente sin alma, sin principios morales, sin consideración por las historia humanas, reales, verdaderas; esas historietas que se han puesto de moda a fuerza de publicidad engañosa, historias por las que pululan hombres y mujeres de carne y hueso y papel, de los que acabamos sabiendo hasta lo que comen en la cena, un horror de verismo… pues todos esos cuentos a los que me refería, esos cuentos que podíamos llamar cuentos/cuentos, son los que merece la pena ser contados aunque se pueda pecar de insistencia y recalcitracinia, son cuentos ejemplares, como el cuento de “La jueza del tribunal constitucional de España que se enamoró de un pelanas que había robado una gallina”.
El cuento que voy a intentar contar, una vez que me haya preparado convenientemente, me haya sentado en un sillón Voltaire como el de ese cuentista del Brice Echenique que nos ahúma con sus cuentos peruano-parisinos insufribles; una vez que haya encendido mi pipa de espuma de mar para dar ambiente de cuento, como el que daba ese chisgarabís de Faulkner cuando se ponía a escribir inanidades como “El oso”, -¿a quién le puede interesar un cuento de una cacería con simulacros de iniciación a la vida y otras zarandajas?- y ya tenga también ahumado mi habitáculo de cabina telefónica, ese cuento va a empezar diciendo, siguiendo el canon clásico de los apólogos ancestrales pre-Gutenberg: “Érase una vez…”
Si, va a comenzar de esta espectacular manera pero antes debo efectuar una tarea que creo necesaria para la cabal comprensión del cuento en cuestión: debo señalar los personajes que forman parte de este cuento, ya que creo que, sin una anotación de este tipo, mis atentos oyentes podían confundirse al seguir el argumento: Los personajes son cuatro, digamos dos de carácter claramente humano, otro de tipo impersonal, abstracto y a la vez palpable en forma de vicio, y un cuarto que representa a una gran metáfora de la comunidad, de la localización geográfica en la que se desarrolla el cuento. Vendría, pues, a ser así el elenco dramático:
Personaje 1: El pelanas
Personaje 2: la jueza del tribunal constitucional de España que se enamoró del pelanas, que había robado una gallina.
Personaje 3: la Venalidad de la Justicia. Hago notar aquí el avanzado estado calderoniano de la cuestión, casi como una podredumbre.
Personaje 4: la Gallina. Aquí hay que hacer una anotación marginal, señalando que, indefectiblemente, la gallina era idiota.
Además de lo anterior y para evitar que alguien tenga el impulso de insultarme por envidia indigerible, he de explicar el origen, el título de propiedad que dicen los notarios, de mis dos pertenencias narrativas: el sillón Voltaire lo recibí como herencia de mi abuela, que lo trajo después de haberlo comprado en una almoneda de su lejana ciudad natal, y lo aportó a su dote nupcial cuando se caso con mi abuelo. Una mujer muy asentada, mi abuela, casi una Mamá Grande como la de ese otro cuentista chiripitiflautico de García Márquez. Y la pipa es herencia de mi padre, que en el cielo esté, que fumó en ella sin ton ni son hasta darle ese empaque de pipa de Magritte, que no es una pipa. Ambas herencias fueron objeto de valoración especial por parte de la Hacienda pública española como objetos suntuarios, gravados con un impuesto confiscatorio que tuvo como consecuencia mi ruina económica. Pero valió la pena, por sus salutíferos efectos narrativos clásicos.
Tengo que avisar, antes de ser mal interpretado, que mi cuento no tiene moraleja, ni al principio ni al final, es un viejo cuento con fantasía y asepsia, un cuento que requiere calma y paciencia para su posterior digestión en solitario.
Bien, sin mas prolegómenos voy a empezar: “Erase una vez, hace mucho, mucho, tiempo, en un país muy, muy lejano llamado España, una jueza del tribunal constitucional se enamoró de un pelanas que había robado una gallina…”