El sombrero fue creado por Dios en el principio de los tiempos para proteger el cráneo de “Adán y Otros” y lo que aquel cráneo llevaba dentro. También lo protegería del frío y de la lluvia pero para ese menester es preferible el gorro de castor o marta cibelina como los que llevaban los capitostes ateos rusos al salir de sus dachas para la reunión semanal prostibularia en el Kremlin. El sombrero del pre bíblico Hacedor era, al parecer, un triángulo equilátero con un ojo dentro, que dio lugar, dinastías después, al sombrero de los chinos que cultivan los campos de arroz. Los emperadores chinos descienden directamente del sombrero ciclópeo de Dios.
Los sombreros, al correr de los años, han cambiado mucho de modelado, pero en esencia vienen a ser todos un cilindro que se adapta a la cabeza con una extensión plana que es el ala, que no sirve para volar aunque a veces tiene una pluma o dos de aditamento y que es lo que produce la fresca sombra; y con pluma o sin pluma los sombreros comparten todos un cierto aire de familia con el condón, el calcetín, el embutido, el cucurucho de helado, el saco de azúcar del kukuxklán. Las plumas en el sombrero son las supervivientes de los tocados de nuestro antepasados primitivos, que eran tan primitivos como nosotros, y, yendo más allá en el tiempo, son la pervivencia de las plumas de ese pajarraco que fue el Hombre en los tiempos de la evolución a pajarraco que aun no ha finalizado. Toda evolución es una búsqueda, a veces inconsciente, de la perfección, pero aunque hoy en día hay una gran proporción de buenos pájaros, no se ha alcanzado la cima evolutiva más que en algunos representantes de la especie ornítica, generalmente en gobiernos, grandes empresas o jerarquías varias. Algún espécimen está más cerca del buitre que del hombre de Olduvai.
El sombrero que reniega de la pluma es el sombrero del cazador moderno, porque hay muchos escopeteros aficionados que disparan a todo lo que se mueve y más si lo que se mueve mantiene una cierta semejanza con una perdiz o un faisán. Un cazador de escasa estatura no debería jamás colocarse una pluma en su sombrero porque, asomando la cabeza entre los brezales, al acecho de un conejo despistado, corre un cierto peligro de muerte por descuido de sus congéneres de gatillo fácil. Un pequeño cazador da siempre una carne correosa y poco apreciada entre los hombres del palo de fuego.
Los sombreros son a veces piezas de repostería que se colocan algunas mujeres en sus cabecitas locas. Igual que pasa con los peinados, cuanto más aparato tenga un sombrero mayor es la decadencia de quien lo porta. Hay pamelas en el Derby de Ascot que bien podían corresponder a damas nobles o prostitutas del Bajo Imperio Romano, cuando los emperadores se quitaban y ponían con el codazo asesino de la guardia pretoriana. Damas inglesas que meriendan con una pamela cargada de pastas, de mantecadas de Astorga, de frutas de cera, de nidos de golondrina. Lo difícil, en esas reuniones nobiliarias y sombrereras, es no enmarañarse los lazos de sangre o los largos alfileres como lenguas viperinas, floretes homicidas si se saben manejar bien. Algún gran sombrero inglés lleva como adorno la cabeza del último amante, que la dama luce orgullosa, como si fuese la bandeja de plata que llevó encima la cabeza del Bautista, aquella que Herodías se puso sobre su testa de chorlito ninfomaníaco.
Los sombreros de los hombres hacen referencia a otro tipo de vanidad, menos aparatosa pero indudablemente más concreta, más perfeccionada, más egolímica. Las chisteras, los canotieres, los hongos, los borsalinos, todos ellos son, o una proyección erótica de su dueño, o un indicador de su bolsillo, o una explicación de su clase social, o una reminiscencia literaria o cinematográfica; algunos pueden ser puras chimeneas para malos humos, al estilo de Churchill. El sombrero protege la chaveta pero los sombrereros acababan todos perdiéndola por culpa de los mejunjes que utilizaban en su elaboración. El sombrerero loco de Lewis Carroll es un enfermo mental por comerse los tintes con los que tiñe su mercancía. El mercurio, los plomos, los cadmios no son buenos para mantener la cordura y no es recomendable mojar el pincel con saliva después de poner un amarillo en un campo de trigo con cuervos al amanecer.
Un sombrero elegante hace elegante a quien lo lleva pero llevar sombrero es un oficio que se aprende con la costumbre, como la buena educación y la cortesía. A las princesas de los cuentos se las hacía caminar de puntillas con un libro sobre su cabecita y de ese equilibrio salió Sissi Emperatriz y Audrey Hepburn en “Vacaciones en Roma”.
Nada me parecía más cateto y anacrónico que los diplomáticos y políticos chinos y japoneses tocados, sobre sus rasgados ojos, con un hongo brillante o una chistera rematada en un frac. La firma de la rendición japonesa ante MacArthur me parecía más patética y triste, si cabe, por la fúnebre vestimenta de los sometidos. Qué oportunidad perdida para recuperar un poco de la dignidad herida hubiese sido presentarse ante aquellos infieles con las vestiduras tradicionales japonesas, tan refinadas y elegantes y después hacerse el harakiri como mandan los cánones.
Muchos sombreros se han travestido en gorras con visera y hoy, por la calle, son los pre y post adolescentes los que portan estos tocados, normalmente con la visera tapando el cogote, prevención de las futuras traiciones que siempre apuñalan por la espalda: hace yanqui, y todo lo que sea yanqui que se ponga sobre mi niño. Los muchachos inmigrantes sudamericanos traen ya en la genética la gorra (pelotera, le llama García Márquez) y no hay rapero que se precie, ni seguidor que lo sople, que no tengan un juego completo de gorras de esta estirpe. Andar de gorra significa mucho más que ser un gorrón, gorrión o gorrino. Lo mismo que quitarse el sombrero por algo quiere decir más que un gesto ampuloso acompañado de una reverencia de noventa grados.
El insignificante asunto del sombrero requeriría de un sesudo ensayista, de un sabio crepuscular que produjera un estudio de mil páginas sobre la historia del sombrero, sobre sus connotaciones metafísicas, sobre su influencia en la Historia, sobre las relaciones entre las clases sociales tocadas y destocadas, la eterna lucha de clases que siempre se resuelve a favor de los mismos, los que despluman a los demás.
En las bodas-bodorrios españolas, a la madrina se la reconoce por llevar el sombrero más estrafalario, siempre más plus ultra que el de las damas de honor, otra figura yanqui, esta, que hemos importado en el mismo flete que las gorras. Peloteras. En los preparativos de cualquier boda que se precie el gran secreto que se guarda hasta el final es el del tamaño… de la pamela de la madrina. He asistido a alguna ceremonia nupcial en la que la pequeña cúpula de la capilla quedaba achicada de envidia ante la ampulosidad de aquella cubierta alzada sobre pechinas, un vaporoso desplazamiento de presiones hacia unos hombros descubiertos y un canalillo que separaba los dos contrafuertes exteriores de la sofocada dama que, coitadiña de mí, generalmente se iba a convertir en suegra después del ejercicio de arquitectura.
Los sombreros quieren hablar, los sombreros quieren decir muchas cosas. Colgados del gancho a la entrada de las grandes mansiones decimonónicas sueñan cuernos de oro y de plata y de platino que cubrir, cornamentas que es necesario afeitar para que las estirpes limpias de sangre no se vayan bastardeando con los efluvios plebeyos de los amantes de Lady Chatterley.
En fin, lo dicho, hace falta el sabio que nos ponga en solfa de nuevo una gran historia del sombrero y de sus portadores. Si los sombreros hablasen algo tendrían que decir, serían los grandes pensadores de la historia humana porque muchas veces tienen mas caletre que aquél que pretender cubrir. Un capítulo, y no precisamente el más corto, estaría dedicado a los sombreros eclesiásticos, tan humildes ellos mismos, tiaras, tejas, capelos, bonetes de terciopelo. Otro, al de los sombreros militares y sus entorchados, chatarras y medallas varias: yelmos, quepis, tricornios, gorras de plato, de cuchara, altos gorros de piel, bacinillas con y sin borla…
El Sombrero esta esperando al novelista sin escrúpulos que narre su peripecia a lo largo de varias generaciones, la gran epopeya de un Sombrero que se hereda de padres a hijos, se vende, se roba, traspasa fronteras, es culpable de una guerra mundial y por último es depositado allende los mares en la cabeza de un virrey difunto que ha sido convenientemente decapitado por sus súbditos. Qué gran historia sería en manos de un generador de sagas nexflit, un guionista de telenovelas venezolanas, un granjero del medio oeste metido a contador de secretos inconfesables bajo el ala aleve del leve sombrero. Pedro Antonio de Alarcón escribió “El sombrero de tres picos” y ahí es nada, Falla le construyó una música digna de una corona imperial. Falla Tres picos, combinación con nombre apropiado para un cóctel de ron. Pero sólo fue un vano intento, un espejismo momentáneo, un accidente sin herederos, un fracaso que alguien con más enjundia que estos dos muchachos debería corregir.
Yo me he comprado un sombrero, que porto un poco alzado por delante como el de esos periodistas de Hollywood de los años cincuenta. Para escribir bien lo primero que hay que hacer es preservar esas dos o tres ideas que, exagerando, me hierven en la cabeza.