Este país, y me temo que los que se nos parecen, es un Gran Casino, un enorme casino construido en medio del desierto. No me digan que estoy describiendo Las Vegas porque yo, que no soy un poeta, no hablo de la Luna ni de aquello que no conozco. De la Luna, su reflejo; de Las Vegas, Dean Martin. En este Gran Casino la mayoría de nosotros estamos a lo que cae, somos limpiadoras de vestíbulos y suites, ascensoristas, camareras en minifalda, camareros con camisa de gladiolo… somos los que limpian los vómitos de la borrachera del niño bien, los que se llevan la basura a los contenedores, los que meten las langostas en el frigorífico para que se las coman otros; cocineros, pinches, lagarteranas de coros y danzas, los taxistas en la calle, los conductores del autobús turístico, los vigilantes de seguridad, los porteros, el recepcionista, el electricista de las máquinas tragaperras, el recadero, albañiles, pintores, escayolistas, enfermeros de delirium tremens, contables…jamás hemos jugado a nada más que al fútbol con un balón de trapo, en el cuarto de la limpieza, que tiene televisión. Tenemos prohibido jugar a cualquier otra cosa que requiera una apuesta convertida en moneda de cambio, bajo pena de excomunión y despido fulminante sin derecho a subsidio.
A este Gran Casino llegan y se van continuamente multitud de tahúres, de jugadores profesionales, de fulleros, de putas y chaperos, de mafiosos, de banqueros, de obispos y jueces, de asesinos profesionales, de dictadores bananeros, de fantasmas de las navidades pasadas, que pululan por las instalaciones ocupando habitaciones, pasillos, tumbonas en la piscina, barras de bar, taburetes en la ruleta, en el bacarrá, en las tragaperras de brazo levantado, en las de petacos que cagan partida; poltronas en el restaurante; camas en la suite real; en cuartos de tercera, en turcas plegables, que sus amigos los propietarios, que nunca juegan, les colocan en cualquier rincón cuando todo esta completo y no cabe una aguja con la que trincar unos caracoles picantes, porque esta noche actúa Frankie.
En este Gran Casino se han ido formando, con los años, rincones que se pueden identificar por el juego que practican sus parroquianos. Al lado de la fuente de la naranjada están los jugadores de la ruleta rusa, que juegan con revólveres sin bala, a lo seguro; al lado del escenario, los de la ruleta rusa que disparan sobre el pianista, a lo seguro también, algo habrá hecho. Está la mesa de los del póker descubierto que acaba siendo el siete y media o el parchís, porque no se respetan las reglas; está la ruleta clásica, en la que siempre gana la Banca. Están los más sencillos, que vienen, muy aseados, del campamento minero eléctrico, los del tute cabrón; los de la brisca, que se hacen señas eróticas; los del mus, que engañan a sus propios compañeros.
En fin en este Gran Casino es fiesta todo el día y toda la noche. Llegan unos, se van otros, y todos tienen una cara de satisfacción tan plena que los que tenemos que recoger y pasar una fregona nos preguntamos qué se sentirá el día que nos dejen echar unas risas en el Monopoly del parque infantil, arriesgando las propinas del mes.