Eran los viejos tiempos. Tiempos de la navegación a vela. Muchas veces los navíos parecían, más que barcos, ataúdes flotantes. Pero no el “Español”, un clíper de cuatro palos, soberbio, elegante, viejo pero muy seguro. En una de sus singladuras, sin embargo, un mal día, cuando ya estaba arribando a puerto, una tormenta tan pavorosa como sólo puede serlo un incendio, se levantó a su paso, por delante, por detrás, por los lados, por arriba y por abajo, y el mar pareció volverse loco y quererse tragar aquel cascarón, que pronto se vio desarbolado y con varias vías de agua. Las olas barren la cubierta, el viento rompe las lonas, las bombas de achique no dan abasto, todo parece indicar que el fin se acerca. Los marineros rasos y los asustados viajeros hacen lo que pueden, achican agua, sujetan cables, consuelan a los niños, miran hacia la demudada faz del capitán donde el destello de la insignia en su gorra parece ser la única luz en todo esa negrura del mundo. El puerto no debe andar lejos, pero quizá no puedan alcanzarlo. El barco es ingobernable, corre la voz de que sería mejor abandonarlo en los botes de salvamento, porque se hundirá de un momento a otro, arrastrando a las profundidades todo lo que en él se halle. La consigna se pasa boca a boca, de hombre a hombre, “todos a los botes”, pero ¿dónde están los botes? Entre ráfagas de viento y agua salada, los hombres y mujeres que lo están dando todo, ven a la oficialidad, a la tripulación, al capitán, a los marineros de cubierta, y a algunos otros pasajeros de primera clase, remando ya, como posesos, en los únicos botes que había a bordo, alejándose del pobre barco a la deriva que puede succionarlos con el remolino de su hundimiento. Un reguero de ratas, flotando como puntos negros, sigue la estela de los botes que huyen. Los pasajeros se ven perdidos y, con el puño amenazante, insultan infructuosamente a aquellos cobardes. Algunos desesperados se arrojan por la borda. Pero de pronto, tan súbitamente como había empezado, la tormenta se disipa, el mar vuelve a la calma, sale un rayo de sol y, entre nubes pueden ver la línea firme de la costa. Están salvados: se acerca un remolcador a ponerlos a buen recaudo.
En los palos del maltrecho “Español”, en el de mesana el capitán, se balancea, colgada por el cuello, su infame tripulación, para escarmiento de futuras generaciones. “Escarmiento ejemplar”, apostilló el juez en la sentencia. “La Ley del Mar debe ser implacable con los cobardes, con los ladrones, con los piratas, con los traidores, con los falsarios, con los malditos hijos de perra sin escrúpulos”, eso dijo el juez.