De un tiempo a esta parte tengo la sensación cada vez más agrandada por pruebas, experimentos en probeta y aumento de medicamentos contra la paranoia, recomendados por mi propia familia y recetados por un robot sanador al que se le puede introducir la tarjeta sanitaria por la ranura posterior, de que estoy siendo vigilado, espiado, perseguido por maquinarias pequeñas, devotas hijas del Nanodiablo. Uso, como buen y obediente ciudadano de una república de insensatos, un teléfono móvil que ya lleva luto por mi, una tableta optalidón con pantallita, un ordenador personal con ventilador para airear enanos que viven dentro y que, como amanuenses medievales, apuntan todo lo que pienso pero no lo que digo, porque casi no hablo con nadie, una televisión con TDT, que es como DDT para la mente… A todos estos utensilios, para tenerlos contentos, hasta les pongo buena música, confiado porque el cacharro que la lanza al éter es de vieja factoría y aun no había podido ser sido invadido, en el momento de su fabricación hace treinta años, por los perseguidores de la intimidad ajena: no tiene ojos, ni oídos, tan solo voces del Más Allá, y dos altavoces como dos mocetones que me apaciguan el espíritu y despistan a los observadores internacionales, ignorantes todos ellos de lo que pueda ser una sinfonía, una tocata, una sonata o una rapsodia azul de Frankie Sinatra, muchacho. Y sé, -por intuición, la única manera de conocimiento posible-, que todos estos adminículos están enviando, a través de lo que llaman fibra óptica, información de mis actividades íntimas y sociales a un centro de control que se encuentra en una isla de plástico que hay en el Pacífico Central, que no es tal sino una plataforma camuflada que han construido los poderosos de la Tierra para instalar sus maquinarias de dominación universal del Universo, con el doctor No y sus secuaces chapoteando entre las bolsas de Zara para mantenerse a salvo de los otros tiburones y gestionar los datos recibidos vía satélite.
Por mi casa ando con silenciosos pies de plomo, porque ya me arrastro por la artrosis, y a través de las paredes escucho la parte peor de los vecinos, sinfonías de lavadoras y taladros in crescendo, ladridos bien conversados, meadas en catarata, por lo que supongo que ellos, si mi silencio no fuese el de un ángel que corona un mausoleo, también me espiarían a mí en mis conciliábulos íntimos conmigo mismo y en mis confesiones de dos euros con mi vidente. A veces concilio el sueño por la noche o echo una pequeña siesta a mediodía, y estos interludios me torturan hasta la desesperación porque no soy capaz de saber si largo en sueños lo que callo en vigilias, ya que a causa de mis ronquidos crónicos he sido abocado a la dulce cárcel de la soltería y nadie hace ya, a la hora del desayuno, la crónica fiel de mis largas noches de pesadilla de bricolaje. Tenía pensado grabarme con un magnetófono durante esos momentos orfidálicos pero el miedo a que un aparato de origen electrónico fabricado en China o en USA vigile mis episodios rem me hace ser reacio, por el momento, a esta solución.
Basadas en la información que captan estos bichejos metalizados y superdigitalinos que han invadido mi vida, unas empresas infernales domiciliadas en la isla islámica de Jersey, me envían, por el mismo medio informático, publicidad de novelas superventas suecas, de calzoncillos talla grande, de jabón de lavadora con perfume de betún de Judea o de ensaladas enlatadas de lechuga y chucrut. Nada de esto había consumido yo hasta el momento por lo que deduzco que mis perseguidores de intenciones andan un tanto despistados, o las cámaras espías tienen la óptica empañada por la rabia de la impotencia.
Pero ahora algo ha venido, en estos malos tiempos, a darme lo que creo pudiera ser mi puntilla, el descabello virtual, y tal vez mi ingreso en una institución mental benéfica: la obligación, cuando haya remanente suficiente para dedicar dosis a personas de edades ex lúdicas, de la vacunación anticovid. Dicen algunos que esta vacuna, al mismo tiempo que nos cura de esa plaga, nos inoculará un microínfimo chip que vigilará nuestros equivocados pasos, enviándose esa información a “Bill Gates y Otros SL”, produciéndonos, al mismo tiempo, esterilidad, no sé aun si post o ante coitum. Lo que me faltaba. Supongo que el chip en cuestión vendrá con giroscopio incorporado porque en caso contrario míster Bill Windows no podrá saber si estamos produciendo humanidad de pie, acostados, o en el WC de un avión (paradigma de una buena erección por la altura que alcanza), y desde esa ignorancia a la imposibilidad de incluirnos en una estadística fiable, que permita al algoritmo enviar publicidad de la revista científica Hola a través de Amazon, hay solo un paso. Estoy desolado y angustiado pero también un poco esperanzado en que toda esta confabulación acabe en fracaso porque creo que tengo al algoritmo algo despistado en el garaje, como al pulpo.