Aunque uno, es decir yo, es cada vez más escéptico, – no sé si en el escepticismo, al igual que en el ateísmo, aun caben ciertas gradaciones-, cuando llegan estas fechas de la Navidad que suelen caer por diciembre, por aquello de que se puede soplar la gaita con la nariz, me compro un décimo o dos de lotería nacional. Veinte o cuarenta euros del ala que le regalo al Estado y que, a efectos fiscales, sería como si me tomase cien cervezas o llenase de gasoil el depósito del coche. A propósito de esto siempre es mejor llenar el depósito primero y tomarse cien cervezas a continuación y volver a casa o al hospital a pie o en ambulancia. Los impuestos indirectos, que duelen menos en las nalgas que los del IRPF, no son ningún juego de niños cantores prohijados por un santo de difícil pronunciación y la lotería es el impuesto indirecto retorcido más diabólico que existe porque juega con una característica humana, tan humana, como es la ilusión, la esperanza de una mejor y despreocupada vida futura; y es una facultad humana pero no exclusiva de los humanos, porque como bien demostró Pavlov, a un perro se le puede inducir a salivar tocando un timbre lo mismo que a uno, es decir, a mi, se le puede inducir esperanza tocando un villancico. Cuando compro un décimo de lotería de Navidad me visto de lechera lo mismo que otros se han vestido de lagarterana, y me pongo a soñar con lo que voy a hacer con los dineros, maldito parné, que me van a dar cuando me toque el premio gordo. Guardo la leche y los huevos en la cartera ( no me hagan chistes, que tengo yo la exclusiva), la cartera en el bolsillo y el bolsillo en el aire, y me voy calle abajo camino de mi humilde morada, cantando y soñando con mi futuro de prosperidad. El futuro de paz ya lo tengo seguro cuando me muera así que ya no sueño con él. Y pongo el cántaro de leche en la nevera y los huevos a buen recaudo en la fresca despensa. Y en mis ensoñaciones me veo paseando por una avenida de Estoril, con mi sombrero y mi bastón, recibiendo en la cara la caricia del sol atlántico suavizado por la brisa, mientras hago tiempo para tomarme el aperitivo en uno de esos locales para millonarios exiliados de opereta, un poco nostálgicos de juventud y un poco monárquicos sin monarquía austrohúngara. Y ahí sigo, perseverando en la magia de los sueños en la vigilia, hasta el día nefasto del sorteo de los hijos de San Ildefonso, niños cantores como los de Viena pero más monótonos y malintencionados, que como sopranos gordas al dar el Do de pechos me rompen en mil pedazos el cantarillo del alma blanca.
Cuando todo ha acabado, cuando los restos de la batalla quedan esparcidos por doquier, décimos y participaciones desgarrados con furor normando por el suelo, siempre me he dicho lo mismo:” ¡caramba!, es decir, joder, la buena cantidad de cervezas que me hubiera podido tomar con esos cuartos regalados, sin oponer resistencia, al ministerio de Hacienda !”. Triste y sin consuelo, como Fonseca el portugués, tomo el sombrero y el bastón y salgo a tomar un poco este frío sol de diciembre, gabán de los pobres, con el que se divierte mi ciudad y que, de momento, es gratis y me atempera el espíritu momentáneamente congelado por la reprimida y mal disimulada avaricia.