Hay en este mi mundo cosas, las llamaré así “cosas”, que todavía no entiendo. Son muchas: desde la forma de las nubes que intentan decirme algo como si fuesen los posos del café, hasta la teoría del big bang; o el fanatismo religioso; o las formas de esa mujer. Son todo neumas que están ahí sin desentrañar por mi parte pero que, la verdad, me dejan vivir, dormir y desayunar tranquilamente. Uno de esos fenómenos que no entiendo y que se me aparece a veces en los espejos retrovisores es el afán gregario que les entra a algunas gentes al subirse en una motocicleta. Cuando un hombre se sube a una moto parece entrarle un deseo irreprimible de acercarse a otros hombres subidos a una moto y surcar todos juntos, uno detrás de otro, los aires puros de las curvas y rectas de las carreteras nacionales. Yo los observo por el rabillo del ojo cuando me pasan a toda velocidad, en fila de indios, dejando a su paso una estela de aventura envidiable. ¿A donde irán, me pregunto, estos mil jinetes galácticos, con sus máquinas imposibles, sus plumas, sus lanzas y sus flechas, todos juntos? ¿Serán tal vez Holandeses Errantes que no pueden parar y se pasan la vida dando la vuelta al mundo sin sosiego? No, me contesto, porque a veces están sus vehículos recostados en el aparcamiento de un restaurante de carretera, como caballos en un abrevadero y ellos, agachados en los monos de cuero y con los cascos del bracete, toman felices un refrigerio entre magníficas muestras de buen humor y campechanía. ¿Qué hace que unos hombre que no tienen nada que ver entre ellos, más allá de usar maquinas con dos ruedas, se junten para compartir emociones sin fin? Creo que he dado con una explicación, aunque me quedan algunos flecos que desentrañar en ciertos comportamientos. Creo que estos hombre sacan a la superficie un atavismo de la especie humana, en su parte masculina, un comportamiento ancestral que se mantuvo en la historia a lo largo de muchos años y que ahora, en un mundo mecanizado y tecnológico sale, disfrazado y atenuado, a la superficie de la conciencia. Es algo así como ese impulso sin sentido aparente que lleva a un niño a arrojarle una piedra a un pájaro. En mi caso este primitivo gesto se me pasó hace mucho tiempo cuando le tiré con todas mis fuerzas la pastilla de chocolate de mi merienda a un pardal casquivano que bebía en un charco. En el caso de los moteros se trata, me digo, de rescatar aquel impulso de los hombres de la tribu que tenían caballo, para ir a los territorios de al lado y liarse a mamporrazos con otros indígenas, robarle las chicas y los productos que colgaban del curadero, lacones, chorizos y morcillas. Como iban a caballo siempre llegaban más pronto que los que iban a pie, que cuando por fin aparecían se encontraban sin nada a lo que hincarle el diente. De aquellas razias equinas derivan los viejos títulos nobiliarios de este país y los otros. Los caballeros, es decir, los que robaban a caballo a sus enemigos y vecinos fueron acumulando sus ganancias y llevándoselas a Suiza. Hoy los títulos nobiliarios en este país solo los concede el rey y el consejo de ministros, pero los que roban también suelen tener más de un caballo y varias yeguas pastando en el campo de golf. Pero me voy por las ramas. Cambiando los caballos de antaño por las motos de hogaño, más bien los moteros son hoy deportistas solidarios que sienten un impulso irrefrenable de juntarse entre ellos, pasárselo bien y tragar kilómetros, en vez de jugar al futbol, aunque también hay que decir que en algunos casos, como el de los Ángeles del Infierno, más parecen cafres escarnanchados que ciudadanos sensibles. Esas bandas de moteros sin civilizar, son lo más cercano al Cid Campeador y doce de los suyos, a Beltrán Duguesclin y sus mercenarios, y a Los Siete Niños de Écija que hay por estos parajes.
Una vez que mi teoría ha sido esbozada con alto rigor intelectual, nada me impide seguir interpretando conductas ajenas y lejanas a mi entendimiento. Por ejemplo ahora, a la luz de dicha teoría, empiezo a entender esas macro reuniones repletas de motoristas y motos y tiendas de campaña y cerveza. Verbigracia, la “Pingüino” de Valladolid. Cuando aun no era un sabio creía que la llamaban pingüino porque en aquellos días en Valladolid hace un frio que hiela las gónadas. Nada más lejos de la realidad hipotética. Se le llama pingüino porque estos animalitos tienen la extraña costumbre de juntarse entre ellos en unas enormes colonias en las que cuidan de un huevo mirando el mar Antártico y comiendo anchoas, vestidos tan solo con un pololo de plumas que les queda grande. En Valladolid el mar helado lo son los inmensos rastrojales escarchados que dan ganas de volverse a casa sólo con mirar para ellos. Respiro más tranquilo. Allí, frente al mar, los “pingüinos” les miran los dientes a sus monturas, bailan alrededor del fuego, se intercambian poesías y responden a las preguntas de la televisión papanatas. Sus caballos, despojados de las alforjas, duermen o roncan sus centímetros cúbicos en los establos.
Pero, se me dirá, hay motoristas que cabalgan solos: Toda regla tiene una excepción, o dos. Los llaneros solitarios son además de varios tipos. Los hay aceleradores de partículas de cero a cien entre dos semáforos, jodiendo a los vecinos con su gas a tope, y los hay que salen el sábado por la mañana para mirar las nubes, apoyados en su máquina, con una princesa Dulcinea amarrada a su cintura y deseando que los molinos se hagan gigantes. En fin, moteros, qué grandes, qué sinceros representantes del variopinto género humano, que me han servido para esbozar una atrevida teoría antropológica que algún día desarrollaré convenientemente y convertiré en una sesuda monografía, de más de tres mil páginas repletas de gráficos indicativos y de fotografías de anatomía comparada al estilo de Lombroso. Como me voy a forrar me compraré una moto con sidecar.