Mi cuarto, en donde paso la mayor parte de la vida, tiene forma de barco, aproado hacia un vestíbulo en el que flotan algunos cuadros pintados por mí y una mesa/barcaza a la deriva. Desde mi sillón gobierno un timón que no mueve molino, un timón que hace muchos años que se ha soltado del cable, y así esta habitación tiene un rumbo irrecuperable, una derrota de muchos grados hacia una o dos estrellas desconocidas. Tiene la forma de un barco y, claro está, la forma de un ataúd, eso lo sabemos todos los que intentamos arponear a Moby Dick. Desde este cuarto oigo los ruidos de la calle, que me van dando las historias que pueblan mi vigilia, ruidos que chapotean contra las cuadernas parasitadas por los moluscos de la rutina. Podía seguir ininterrumpidamente con esta alegoría marinera pero todo llega a cansar y el asunto de la vida como un barco que navega está muy manido y tiene ya mala fama entre los lectores avisados. Y qué decir de la historia de la vida como un río, nada queda por añadir después de Jorge Manrique; o como un carrete de hilo desmadejado que se le ha desprendido de las manos a una diosa, después de haberse pinchado con una aguja y quedarse dormida en el bosque a la espera de Richard Wagner. Mi vida se parece a muchas cosas manoseadas, a una botella de güisqui medio vacía y definitivamente vacía, a una partida de damas pero sin damas, que han partido todas; a un folio en blanco en un chiste de Jaimito… a un borrón de tinta que refleja mi cara de hueso y cuencas oscuras. Todos tenemos algo con lo que comparar nuestra vida: un sonajero infantil atado a la cola de un caballo loco; o una carretera demasiado estrecha, en la que hay que dar marcha atrás para que pase el mercedes del diputado que reparte de madrugada la leche de sus vacas. Las comparaciones de la propia vida se van llenando de oscuros presagios a medida que me hago viejo. Mi vida es ya un caso perdido, sentado en el banquillo de los acusados en un juzgado de Praga; es un intento infructuoso de arar en el mar con dos bueyes albinos, volviendo al principio, a cuando aún era yo un agropecuario calamar gigante, con tinta china, en un mar primigenio de donde no debí haber salido nunca.