La musaraña no es un insecto aunque debería estar catalogada como tal. En estos días, con la espalda mas encorvada que de costumbre, he sentido la presencia sin sustancia de las musarañas. Pensando en las musarañas se me pasa el tiempo, y ellas me trazan por la frente otras arrugas hasta hoy desconocidas, que se añaden a las que voy arrastrando desde hace años. También han tejido una tela de círculos concéntricos en las circunvoluciones de mi cerebro, y mis pensamientos están a lo que salta, a ver si es una mosca. Miro fijamente la pared de enfrente y a veces puedo traspasarla y sentir el vacío que vive al otro lado. El silencio inunda los cuartos oscuros. Miro fijamente la pared de enfrente y veo un punto diminuto; espero que se mueva, parece que se mueve, pero es todo un espejismo producido por el hambre. Ojalá fuese un mosquito, un mosquito del vinagre, pero de tanto fijarme se me nubla la vista y me mareo, así que vuelvo sobre mis dos pasos, abro la ventana y miro las paredes del edificio de enfrente donde todo está cerrado a piedra y lodo. El sol esta tapiado, un ligero resplandor atraviesa la niebla, así que subo la vista al cielo, implorando piedad, pero lo que veo es otra pequeña tela tejida en el ángulo superior de la ventana, por Aracne, durante la fresca noche. Me siento solidario; las diosas me visitan. Cierro y vuelvo a mi posición de semidecúbito. Busco algo que comer, es ansiedad, me digo. Una mariposa nocturna, una polilla de la lana, algo que llevarme a la boca. Será mejor que me esté quieto, sentado en el beato sillón, como todos estos días. Así que, con esfuerzo, retomo una lectura. Leo: “Cuando, una mañana, Gregorio Samsa se despertó de unos sueños agitados, se encontró en su cama convertido en un monstruoso bicho…”