Entré en la cola de la carnicería que, como siempre, estaba abarrotada. El papelito del turno digital rojo y negro me indicaba el numero 57 y aquello aun andaba (es un decir) por el 8, así que me armé de paciencia e intenté pensar en cuestiones eróticas profundas, que es lo que más me entretiene en las largas tardes de invierno, pero todas las damas que me acompañaban, por delante y por detrás, eran de mi edad o incluso más viejas, si cabe, y así no hay manera de sobreponerse a las ausencias. Desistí de fantasías y miré, a través de la vitrina, dentro de la sección de charcutería, donde leí el futuro de la semana siguiente: negro como una morcilla de Burgos, igual que mi pasado. Cuando pedí tres filetes de hígado de ternera el carnicero me preguntó, señalándome amenazante con la chaira: -¿es usted ecologista, señor?- Por supuesto,- contesté yo, un poco orgulloso pero inquieto.- Pues váyase a cazar una vaca u otro animal cualquiera, despedácelo, despiécelo y sáquele los órganos internos, esta es una carnicería para gente decente.
Avergonzado y con el rabo entre las piernas me dirigí al estante de las pastas y tomé en mis amorosos brazos un paquete plástico con macarrones pluma del numero 10 y, aun con las orejas ardiendo de rubor culpable, fui a coger un bote de tomate frito y una bolsita de queso parmesano para poder espolvorear, saborizando, la sémola de trigo duro que ya me resignaba a cocinar. Algo es algo, y de ese algo hay que comer, pensaba mientras me dirigía a la caja, sintiendo en el ambiente una dolorosa sensación de oprobio. Por la cinta sin fin de la caja avanzaron mis productos como una cuerda de reos en un paisaje dadaísta. -¿Es usted ecologista?, me espetó la cajera, con un tono muy poco esperanzador.- Por supuesto-, volví a contestar, pero esta vez sin tanta convicción.- Pues cultive usted sus propios tomates, siegue su propio cereal y alimente usted a sus propias ovejas, que le habrán de dar una leche nutritiva y cremosa; pero estos productos se quedan aquí y aquí los va a dejar usted ahora mismo.
Salí de allí con la mirada de odio de mucha gente pegada sobre mi cogote, sintiéndome un poco como el asesino que regresa del lugar del crimen, pero dispuesto a sobreponerme y a no dejarme vencer por la oscura depresión y el hambre negra. Me sentía como un paleocristiano al que se intentaba martirizar a causa de sus extravagantes creencias, y eso me ayudaba a sortear dificultades que yo sentía como una aviesa confabulación de gentiles contra la verdadera fe.
Para despejar el alma, decidí coger el coche y dirigirme al Montealegre, respirar un poco de aire puro y ventilar mi mente y mis pulmones con el aire fresco de la montaña y el olor a boutique de las mimosas en flor. Con el depósito vacío me dirigí a la gasolinera más cercana. Multitudes de hormigas negras y rojas rellenaban de combustible sus vehículos de cara al fin de semana. Cuando llegó mi hora la hermosa joven que acompañaba al surtidor macho me preguntó:- ¿es usted ecologista?- Bueno- dije- si, sintiéndome ya mártir y casi santo.- Pues saque de aquí su coche, y si tiene que ir a algún sitio vaya andando, que es muy sano. No era concordante tanta belleza y tanta maldad en una misma preciosa mujer, pero quizá eso sea la tónica de los tiempos, reflexioné. Miré a la joven como mira un perro a punto de ser abandonado, intentando sonsacar el último vestigio de compasión hacia un miembro de su misma especie, pero nada conseguí y abandoné la estación de servicio con el rabo entre las piernas: era la segunda vez ese día y ya escocía; algo no marchaba bien, cierta desconfianza empezaba a rondar mi bulbo raquídeo.
Me fui a casa, mi castillo, mi refugio, mi tortura. Allí vivo mi soledad bien acompañada por la Muerte, mientras escucho ladridos de perros de tres cabezas y afanes de vecinos carpinteros y vulcanólogos: el Este del Edén. Me puse los cascos de aislamiento acústico y comencé a navegar por la internet, intentando encontrar una pizzería “en línea” que me ayudase a traspasar la laguna estigia de ese día nefasto. Ni pensar en ir a la panadería, podía resultar herido de gravedad. Pero cual no sería mi sorpresa cuando el monitor me traslada la frase de que “no hay conexión a internet, revise su conexión wifi”. Asustado, intenté hacer una llamada con el teléfono móvil y, ya en pleno estado de terror, una voz de ultratumba me comunicó que lo sentía pero mis llamadas habían sido temporalmente restringidas (vaya eufemismo, pensé sudando a chorros), lo cual venía a ser algo así como que me habían cortado el teléfono. ¡Ah, no, eso sí que no! A los diez minutos me encontraba ante el mostrador de la tienda de telefonía móvil que me había contratado el servicio.- Señor, nos hemos enterado de que es usted ecologista, por lo que, sintiéndolo mucho y en aras de defender nuestra política comercial, nos hemos visto obligados a darlo temporalmente de baja como cliente de nuestra empresa. Si quiere usted teléfono e internet, váyase al Congo y traiga de allí su propio coltán; y, si tiene ganas, funde un hospital para desarrapados y mineros enfermos, que es muy necesario, dada la incuria de aquel gobierno nacional y la voracidad de las compañías mineras coloniales.
Salí a la calle totalmente anonadado, como si me hubiesen arrancado la cabeza, así que, mientras me recuperaba un poco de este último golpe, tomé la decisión de abjurar de mi fe ecologista a ultranza. Al fin y al cabo no me sería tan difícil. Realmente, a mí, los pingüinos rosados de la Patagonia tampoco es que me importen mucho y he de confesar que a veces tiro el hilo dental dentro de la taza del váter y, cuando tiro de la cadena, allá se va, camino del mar, aquel peligro para las tortugas carey.
Me fui a la redacción del periódico “La Región del Arrabal” y pagué un anuncio a página completa en el que hacía clarísima y sincera profesión de fe anti ecológica. El precio que pagué (cuarenta monedas) no fue demasiado alto para los beneficios que voy a sacar: la vida me volverá a sonreír y nunca más volveré a pasar hambre, pongo a dios por testigo.