En mi casa hubo en un determinado momento un problema doméstico, valga la redundancia, que tenía que ver con cómo se cortaba el queso. No eran aun tiempos de queso cortado por esas máquinas de la sección de charcutería actual, que parecen quintaesencia de afilador de Luintra, con ese sonido sibilante de guillotina que pone los pelos de punta. No, eran quesos redondos y un poco aplastados como rueda, los que llegaban a casa, directamente desde el colmado, que también vendía el café, para el café con leche, o los helados y los cucuruchos de los helados. Un ultramarinos con carnicería y perfumería.
El problema venía derivado de si se cortaba el queso en lonchas o en cuñas, unas formas troncotrapezoidales con cáscara, o un plano uniformemente repleto de agujeros de aire, valga la redundancia. Sobre el asunto había dos posturas filosóficas contrapuestas e irreconciliables. Por una parte estaba mi padre, con una opinión razonablemente conservadora, que creía que con el queso debería rendírsele homenaje a los canteros constructores de pirámides de toda la vida, así como a la noción, ilustrada en revistas y otras publicaciones, en las que se veía como el queso en la ratonera siempre tenía forma triangular, para atraer roedores prerevolucionarios.
Mi madre, por el contrario, sostenía que cortar el queso de esa forma lo único que producía era una sequedad innecesaria en el producto lácteo, que en las dos caras del corte iba cogiendo un color amarillo a cera producida por abeja y no por oveja, valga la redundancia. Y añadía a su argumento otro de mayor peso, si cabe, y era que en los bocadillos de los niños, nosotros, debería figurar una distribución homogénea del alimento que se encontraba entre las dos rebanadas de pan, de forma que el hastió del final de la merienda se debiera más a causas extrínsecas, relacionadas con el imparable paso del tiempo, que al propio hecho de que ya no hubiese queso que comer, ya que, decía, con una seguridad rotunda que aun le acompaña hoy, que pan con pan es comida de tontos.
Y como una cosa lleva a la otra, entre los hijos hubo un acercamiento a cada una de las posturas encontradas de frente y de espalda; unos nos fuimos con el padre y otros se fueron con la madre. Cómo quién repartía el condumio era siempre la parte femenina de la pareja progenitora, aquellos que decidimos libremente ponernos de parte de la parte masculina dejamos de merendar calcio muchas veces y somos hoy en día un poco canijos y raquíticos, de cuerpo y alma, valga la redundancia.