Por Antonio Fernández
Después de dos mil años practicando en la caridad cristiana no hemos logrado erradicar de nuestras conciencias el íntimo deseo de ver pasar por delante de la puerta de casa el cadáver de nuestro enemigo. Este inconfesable anhelo, aunque pueda parecer fácil, a base de paciencia, y de camilojosecélico aguante, es difícil de cumplir, porque la realidad se vuelve tozuda y se nos enmaraña el asunto. Unas veces, porque quien aguanta como un jabato es el enemigo; otras, porque el enemigo, de tanto esperar, está tan deteriorado que lo que queremos es que siga vivo, y sufriendo como nosotros; y otras, porque ya no nos acordamos de a quien odiábamos porque esta memoria me está matando, ay, como un ojo de gallo en el dedo gordo del pie.
Todo esto me viene a la cabeza cuando miro, sin ver, la táctica diplomática de nuestro ministerio de asuntos exteriores en relación a cualquier charco en el que se mete. El gobierno de turno se echa las manos a la cabeza pensando que habrá hecho mal para que tan mal nos traten por ahí fuera. Hemos reducido a cenizas el país para poder rescatar a la banca, para que esta a su vez pague las deudas a los bancos de Berlín, o de Bruselas, o de Ámsterdam , y ahora vienen y nos dan un sartenazo en todos los morros y no nos devuelven prófugos que son nuestros de toda la vida, y se permiten el lujo de criticar nuestro recto proceder.¿ Pero qué les hemos hecho para merecer tamaña afrenta? En las deliberaciones secretas de los consejos de ministros se toma la decisión de que lo mejor es esperar a que el cadáver de nuestro enemigo pase por delante de nuestra puerta. Es decir, me las vais a pagar todas juntas. En la puerta del consejo de ministros hay un cartel hecho en cerámica vitrificada de Sevres que dice: “Quédese la imaginación fuera”. Un regalo de la corte de Napoleón al rey Fernando VII ( secuestrado egregio con hipersíndrome de Estocolmo), y que por diversos avatares acabó incrustado en el portalón de ese angosto despacho. Algún inquilino de palacio quiso deshacerse de él pero los carpinteros áulicos avisaron de que la puerta taraceada quedaría dañada para siempre y perdería su valor. Es una obra maestra de la mueblería mudéjar, por la que Ciudadano Kane llegó a ofrecer una camioneta llena de billetes. Así que ahí sigue, cumpliendo con su deber. Por eso en lugar de echarse las manos a la cabeza y mesarse las floridas barbas deberían pensar en que todo el embrollo se debe al cadáver de mi enemigo, reflejado en el espejo cóncavo de las acerías nórdicas. En un caso, el del primer duque de Alba que paseó su barriga condechapada por las calles de las ciudades flamencas y valonas, echando pecho y portándose con absoluta descortesía con los cuerpos serranos de los mercaderes y de sus esposas fieles. En el otro, el del Real Madrid y la selección de fútbol que nos han ganado con triquiñuelas manchegas torneos de importancia capital. Y es ahí donde había que poner el acento de la ofensiva diplomática y judicial. Nada de reuniones bilaterales que no llevan a nada después de la hora del Ángelus, porque así con este ruido de vasos y cucharas no hay quien se entienda. Y sí, por el contrario, un acto definitivo de desagravio a nuestros socios norteños, tan taimados. Definitivamente se acabarían los problemas de incomprensión entre razas si, con una brillante y muy calvinista función religiosa, se les entregasen los restos mortales de aquel tenorio conquistador para que lo tengan por siempre en su gloria, vigilado en una de esas maravillosas catedrales góticas que tan bien fueron reconstruidas por la aviación aliada en la 2ª guerra mundial. En cuanto al trato con el otro país remiso, la solución es aun más fácil: Dejarse ganar. Así lo entendió el Barça para no tener que cruzarse con Bayer de Múnich, y se marchó para no molestar. Mientras el Real Madrid se empeñe en marcar más goles que sus contrarios no habrá nada que hacer. Nos tendrán manía. Todo, problemas futbolísticos.
Dejaba entender John le Carré en sus memorias que cuando entró en el servicio secreto inglés, inmediatamente después de la guerra mundial, muchas instituciones alemanas eran un jamón infiltrado de grasa nazi. No tengo idea de lo que pasa hoy por aquellos andurriales fabricadores de aspirinas como hostias y coches olímpicos, pero la cabra tira al monte y, si hay que ponerse de parte de alguien, es más fácil inclinarse por el rico fenicio ofendido que por el pobre avasallador celtibérico empeñado en golpear los puños del otro con sus ojos amoratados.
En resumen: exportemos momias y dejémonos perder. A todo.