La pregunta del título la dejaba en el aire, ayer sábado, Arcadi Espada en un artículo en El Mundo en el que informaba sobre un episodio de la guerra civil del que le habia hablado el escritor José Jiménez Lozano: una instrucción pastoral publicada en abril de 1939, recién terminada la guerra, por el obispo de Ávila, en la que pedía a los sacerdotes de la diócesis que defendieran a los rojos de la barbarie y la venganza de los vencedores, que no practicaran la delación y no temieran mantener la entereza aún cuando los acusaran de simpatizar con los enemigos de España. Le comentaba Jiménez Lozano a Espada que a ver cuando alguien escribía la historia de aquellos que en ambos bandos de la Guerra Civil «conservaron el honor de la humanidad, y de los que hubo más de los que parece». Espada repondía que habría que escribir esa historia, pero a continuación se preguntaba: «¿Quién la leería? ¿Quién lee en España lo que no le confirma?». Mi experiencia personal me dicta que hay muy poca gente en este país que no lea en clave partidista, como tampoco son muchas las personas que cuando alguien pone en cuestión sus ideas o creencias no lo tomen como un ataque personal. Está muy extendida la falsa creencia de que todas las opiniones son igual de válidas, estén bien o mal razonadas y argumentadas.
Al hilo del artículo de Espada me acordé de un texto de Rafael Sánchez Ferlosio, ¡de 1965!, en el que hablaba con la lucidez a que nos tiene acostumbrados sobre libros, escritores y lectores. La cita es larga pero creo que merece la pena:
«… el desaforado personalismo vigente –que, nacido tal vez de la torpe politización actual de la cultura, se proyecta pelo a pelo sobre la vida intelectual- exija de los libros que vengan a ser como una suerte de tajante, fideística y definitiva declaración de dogmas personales; exigencia la más anticientífica que pueda imaginarse, por cuanto, lejos de proyectarse el interés hacia la cosa y su propia verdad, lo vuelve enteramente hacia “la verdad de la persona”, como si el libro no tuviese otra función que la de hacer saber a qué atenerse con respecto a ella; por eso un libro no es un libro cuando no se presenta como una exposición de conclusiones y declaración de principios e irrita en la misma medida en que, lleno de respetuosas vacilaciones y meras proposiciones de vías de investigación, no se presenta a satisfacer aquellas apetencias; en una palabra siempre que en vez de ser el fin de un discurso no quiera ser más que su comienzo. Así, el autor que no enuncia convicciones definitivas (sencillamente porque no las tiene; aunque se piense que lo que pasa es que las oculta, confundiendo su rectitud científica con una especie de prudencia personal) se le tiene por un ser escurridizo, que no da la cara, cuando en verdad es el que más desprendidamente arriesga.»
»Pero allí donde los libros se busquen desde un verdadero interés hacia las cosas y no desde el personalismo del “a ver por dónde respira el tipo este”, que no tiene más fin que averiguar “si es de los míos”, allí donde los libros se lean olvidándose de que alguien los escribe, donde tengan otra función que la de servir de criterio para salvar a su autor o echarlo a la gehenna [infierno o purgatorio judío], allí donde se recuerde que quieren decir algo no ya para que sea comparado con otras opiniones sino contrastado con las cosas mismas, allí no puede producirse irritación, sino todo lo contrario, un libro que se limite a suscitar y a proponer, a invitar al lector a que extienda la mirada sobre todo el panorama de las cosas que habría que tener en cuenta para encarar debidamente el asunto que se trata.»
-Ferlosio, “Carta-envío”, en el libro de Víctor Sánchez de Zavala, Enseñar y aprender (Madrid: Ediciones Península, 1965)-