Para Lamas y Chesi, a los que gustan tanto los libros que incluso los escriben.
Uno de los relatos más sugerentes que he leído en los últimos años sobre el amor a los libros y a la literatura lleva el mismo título de este artículo y fue publicado en España, en 2005, por Abada Editores. El relato había visto la luz por primera vez en Basilea, en 1943, en la “Serie Europea” de la Editorial Klosterberg, aunque la edición publicada por los responsables de Abada y que estos encontraron tal vez no sólo por azar en una librería de viejo (en una de ellas, sólo que en París, transcurre gran parte del relato), sigue la realizada en Múnich, en 1945, con la licencia del Gobierno Militar que ejercía el Ejército de los Estados Unidos sobre el sur y el sureste de Alemania recién finalizada la Segunda Guerra Mundial. El autor de Una mañana entre libros, el diplomático, escritor e historiador suízo Carl Jacob Burckhardt (1891-1974), perteneció a la misma familia acomodada de Basilea que el famoso historiador del arte y la cultura Jacob Burckhardt (1919-1897), autor de una de las obras clasicas de la historiografía decimonónica, La cultura del renacimiento en Italia (1860). Estos dos Burckhardt, dos buenos europeos, son un buen ejemplo de que la cultura Suiza, a pesar del cínico comentario del personaje interpretado por Orson Wells en El tercer hombre que suelen citar algunos ignorantes y graciosillos, no sólo se limita a la invención del reloj de cuco que, por otra parte, parece que es originario de la Selva Negra alemana.
El relato de Carl Jacob Burckhardt, que si no es real es verosímil, transcurre en París, en una mañana serena y suave del invierno de 1924. Los protagonistas de la historia son el autor del texto y el poeta Rainer Maria Rilke (1875-1926) que, luego de encontrarse casualmente en una peluquería, deciden pasear por la ciudad y acaban entrando en una librería de viejo, donde entablan una animada y civilizada conversación sobre poesía con el anciano propietario del establecimiento, Monsieur Augustin, y uno de sus clientes y amigo, el bibliotecario de la Escuela Normal Superior de París Lucien Herr (1864-1926), intelectual de origen alsaciano, especialista en cultura alemana y uno de los nombres importantes del socialismo francés. Durante la conversación, Rilke, nacido en Praga, cuando esta formaba parte del Imperio Austrohúngaro, comenta la poesía francesa de Pierre Ronsard y las fábulas de La Fontaine, mientras que el francés Lucien Herr se dedica a hablar de Johann Peter Hebel (1760-1826), el más sobresaliente de los poetas en dialecto alemánico, natural de Basilea y autor de un libro, Poemas alemánicos, que mereció la atención, entre otros, de Goethe, Benjamin, Heidegger y Sebald, como señala Andrés Soria Olmedo, autor de la introducción, la traducción y las notas del relato. El poeta austrohúngaro habla sobre dos escritores franceses y el intelectual francés sobre uno alemánico. Hablan, en los locos 20 de entre las dos grandes guerras mundiales, como europeos, por encima de las fronteras trazadas por los Estados y de las diversas lenguas, desde el convencimiento (quizá excesivamente idealista), como señala Burckhardt, de «que hay algo que algunos de nosotros tenemos en común desde la Antigüedad, un saber ligero y bienhumorado sobre la profundidad de las cosas, consistente en que cada cosa posee un significado preciso y no varios, y en que en el eterno fluir hay algo permanente, que se produce en las relaciones humanas verdaderamente puras, entre los tipos humanos siempre iguales en su interminable comunicación y relación».
Traigo a colación este pequeño relato con motivo del Día Internacional de Libro, en un momento en el que por todo el mundo asistimos al cierre de librerías, bibliotecas y kioscos. Mentiría si dijera que desde las actuales circunstancias creo posible que algún día pueda llegar a vivir una situación similar a la narrada en Una mañana entre libros, sobre todo en lo que concierne a mantener una conversación animada y civilizada con tan ilustres contertulios y acompañada, como se cuenta en el relato, por un litro de vino de Champagne no champanizado, una pularda de Bresse, café y un viejo Marc (aguardiente) de Bourgogne que les sirve una tal madame Julie, dueña de una fonda vecina a la librería. A decir verdad, tampoco tengo muchas esperanzas de que crezca el número de buenos europeos, como los protagonistas del relato, y disminuya el de malos, esos nacionalistas, estatales o periféricos, que tenemos que soportar todos los días con su eterno y aburrido raca raca.
Coda: Cuenta Andrés Soria Olmedo en la introducción al relato que Heidegger, por su cumpleaños, hacía subir a su cabaña de la Selva Negra a muchachas campesinas para que le leyeran poemas de Hebel, poemas que, por su parte, los nazis inscribieron en su arte patrio, reduciendo el mundo antimoderno del poeta alemán a su racismo de suelo y sangre. Afortunadamente, hay otras lecturas de los versos de Hebel. Copio del apéndice de la edición de Abada uno de los grandes poemas de Hebel, a mi entender, el titulado “Lo efímero” (las notas van al final del poema; la traducción es de José Luis Vega Expósito).
Lo efímero
(Conversación en el camino de Basilea, entre Steinen y Brombach (1), de noche)
El niño dice al padre:
Casi siempre, padre, cuando se me aparece
el castillo de Röttler (2), me pregunto
si nuestra casa acabará igual.
¿No da tanto miedo como la Muerte
en la Danza de la Muerte de Basilea? (3) Más aterra
cuanto más se contempla. Y nuestra casa
es como una ermita en la montaña,
refulgen sus ventanas: es una hermosura.
Di, padre, ¿acabará igual?
Se me antoja que no puede ser.
El padre dice:
Muchacho, desde luego que puede ser, ¿cómo no?
Todo llega joven y nuevo y se arrastra
hacia la vejez, y todo llega a su fin
y nada permanece. ¿No oyes cómo fluye el agua,
no ves en el cielo estrellas y más estrellas?
Se diría que ninguna se mueve, y sin embargo
todo avanza, todo viene y se va.
Así es, y no de otro modo, escúchame.
Aún eres joven, criatura; yo también lo fui,
Más ahora estoy cambiando: la vejez, viene la vejez,
y a donde vaya, a Gresgen o a Wies,
por campos y bosques, a Basilea o a casa,
lo mismo da, me encamino al camposanto
—por más que llores—, y cuando tú seas como yo,
un hombre hecho, ya no estaré,
cabras y ovejas pastarán sobre mi tumba.
Así es, y la casa caerá en el abandono;
cada noche la lluvia la desgasta un poco más,
y día a día la ennegrece el sol,
y roen las maderas los gusanos.
Por el tejado entra la lluvia y silba
el viento por las grietas. Aunque
cierres los ojos. Vendrán nietos
a poner remiendos. Al fin se pudrirán los cimientos
y ya no habrá remedio. Y tras contar lentamente
hasta dos mil todo se derrumbará.
Y el pueblo entero se hundirá en su tumba.
Donde está la iglesia, el castillo y la casa parroquial
pasará el arado con el tiempo.
El niño dice:
¡No! ¡Qué cosas dices!
El padre dice:
Así es, escúchame, y no de otro modo.
¿No es Basilea una ciudad bonita e importante?
Tiene casas más grandes que muchas iglesias
y hay más iglesias que casas en algunos pueblos.
¡Qué espectáculo y qué riquezas!
Y cuántos hombres de bien
—alguno que he conocido hace tiempo yace
bajo tierra en el claustro tras la Plaza de la Catedral.
Llegará también la hora, hijo,
en que Basilea acabe en la tumba, y salgan
sus extremidades de la tierra, un travesaño,
una torre vieja, un frontispicio. Crecerán
saúcos, por aquí hayas, por allí abetos,
y musgos y helechos, y anidarán las garzas.
¡Qué pena! Y si la gente sigue
tan necia como ahora, habrá también fantasmas;
la señora Faste (4) me parece que ya ha empezado,
eso dicen, y Lippi Läppeli (5),
y no sé quién más. ¿Por qué me clavas el codo?
El niño dice:
Habla bajo, padre, hasta que hayamos cruzado
el puente y también la montaña y el bosque.
Allí arriba están las almas en pena, ¿sabes?
Y mira, ahí abajo entre los matorrales
Seguro que yace la Huevera (6), medio descompuesta,
Tanto tiempo hace ya. ¿Oyes como resopla Laubi?
El padre dice:
Se ha resfriado. ¡No seas tonto!
¡Arre, Laubi, Merz! (7) Y deja a los muertos en paz,
¡vaya bufonada! ¿De qué te estaba hablando?
De Basilea, que se hundirá alguna vez.
Y dentro de mucho un caminante
marchará a su vera media, una hora,
y, cuando se haya levantado la niebla y mire,
dirá a su acompañante: «Fíjate,
ahí estaba Basilea, y aquella torre
fue un día la iglesia de San Pedro, ¡qué pena!».
El niño dice:
Padre, ¿Hablas en serio? ¡No puede ser!
El padre dice:
Así es, escúchame, y no de otro modo.
Y con el tiempo arderá el mundo entero.
A media noche hace su ronda un guardián,
un desconocido, nadie sabe quién es,
reluce como una estrella y grita: «¡Despertad,
despertad, que llega el día!». El cielo
se vuelve rojo y truena por doquier,
con sigilo primero, con violencia después,
como el tremendo tiroteo de los franceses
en el noventa y seis (8). Tiembla el suelo,
se estremecen las torres de la iglesia, doblan las campanas
y llaman a oración, aquí y allá,
y todos rezan. Llega el día;
¡qué Dios nos proteja! El sol está de más,
el cielo es un puro rayo, la tierra su reflejo.
Sucede mucho más, me falta tiempo para contarlo;
y por fin prende la llama, y arde y arde
la superficie toda y nadie apaga el fuego. Los rescoldos
se consumen solos. ¿Qué crees que quedará después?
El niño dice:
Padre, no me digas nada más. ¿Qué será
de la gente si todo arde y arde?
El padre dice:
Infeliz, la gente ya no estará cuando todo arda. Estará…
¿dónde estará? ¡Tú sé devoto y mantente firme,
allí donde estés, y mantén limpia tu conciencia!
Fíjate, el aire está cargado de hermosas estrellas.
Cada estrella se puede comparar a un pueblo,
y más arriba hay una bella ciudad,
desde aquí no se ve; si te portas bien,
irás a una de esas estrellas y estarás bien
y encontrarás a tu padre, si Dios quiere,
y a Chüngi, que en paz descanse, y a tu madre. Tal vez
por la vía láctea llegues a la ciudad oculta,
¿y qué verás cuando mires hacia abajo?
¡El castillo de Röttler! El Belchen calcinado
y también el Valúen (9), como dos viejas torres.
Y en medio, todo reducido a cenizas,
a ras de suelo. La hierba ya no
lleva agua, todo está yermo y negro,
y hay un silencio sepulcral hasta donde alcanza la vista.
Eso ves y dices a tu acompañante:
«Fíjate, allí estaba la tierra y aquella montaña
se llamaba Belchen. No muy lejos
estaba Wisleth, allí también viví,
uncí bueyes, llevé madera a Basilea,
aré y regué y tallé astillas,
y jugué hasta mi bienaventurada muerte,
y ahora ya no quiero volver». ¡Arre, Laubi, Merz!
Notas:
- En este tramo del camino de Basilea murió la madre del poeta en 1773, en presencia de su hijo, que entonces tenía trece años, cuando ya muy enferma la llevaban de regreso a casa.
- Uno de los castillos en ruinas más grandes de la región del Alto Rin.
- La danza de la muerte estaba pintada en los muros de la Iglesia de los Dominicos de Basilea. Fue arrancada a comienzos del siglo XIX.
- Fantasma femenino conocido en la región de Basilea cuyas presuntas apariciones se producían sobre todo durante el Adviento y las Navidades.
- Personaje del que en la actualidad no se tienen noticias, probablemente relacionado con Loppi (‘tonto’, ‘bobo’).
- Según la leyenda, esta huevera (Eiermeidli) encontró la muerte cuando regresaba de Basilea a su pueblo de Wiesental sin que nadie la echara en falta, y su cadáver sólo fue descubierto tiempo después en estado de avanzada descomposición.
- Nombres de los bueyes.
- En el otoño de 1796, las tropas francesas se batían en retirada ante el avance del ejército austríaco.
- Belchen y Blauen: montañas de la región de Breisgau.
Alfonso Mato