Supe por primera vez de Félix Grande, como de tantos otros escritores, gracias a Fernando Savater. Debió ser hacia mediados de los años setenta del pasado siglo, cuando recién estrenaba mi condición de estudiante universitario. Al poco de terminar la carrera, creo que en 1981, tuve el placer de conocerlo y compartir unos vinos con él y Sabela y Gonzalo –por dónde andarás, entrañable compañero de charlas y paseos, ¿todavía sigues siendo aquel loquito de la poesía?-, una noche después de haber pronunciado una conferencia en el Aula de Cultura de Caixa Galicia (hoy Centro de mayores) situada en la Carreira do Conde, en Santiago de Compostela –por entonces, la cultura escrita gozaba de prestigio social y era común que los escritores-conferenciantes llenasen aquel auditorio de más de 500 butacas.
Todavía recuerdo sus gestos y figura: delicado y agradable, alto, delgado, el pelo cano, elegante, de negro y con capa –prenda ésta que no le sienta bien a todo el mundo, como pude comprobar hace poco al cruzarme con ese juez de Santiago que en un alarde de eficiencia emprendedora instruyó el caso del Códice Calixtino y de paso escribió una novela (qué apostamos a que la próxima es del género negro). Poco sé a estas alturas de la conversación que mantuvimos, salvo que en un momento nos habló de su distanciamiento político de las revoluciones cubana y sandinista y de la charla que había mantenido al respecto con su amigo Silvio Rodríguez en La Habana. Me acuerdo del símil que hizo entre el Movimiento de pioneros de Cuba y los Niños Sandinistas de Nicaragüa y el Frente de Juventudes de la España franquista, un asunto tabú en aquella época para la mayor parte de las gentes de izquierda.
Son varios los aspectos de los artículos y la obra ensayística de Félix Grande que me han interesado y me interesan: su amor por el flamenco y otras músicas, por ciertos autores como Onetti, Borges, Robert Musil u Octavio Paz, por la justicia y la libertad, la tierna y alegre reivindicación de sus orígenes y su humor fino e incluso a veces fiero. Pero debo reconocer que cuando le conocí aquella noche mi interés por su obra se centraba en la poesía, sobre todo en uno de sus libros, “Las rubáiyátas de Horacio Martín”(Lumen, 1978), cuya introducción y buena parte de sus poemas se habían convertido para el joven rebelde que era en una suerte de manifiesto vital y alternativo a mi desafección de la política: «yo no he llamado patria más que a ti y al lenguaje», decía él en su poema “Elogio a mi nación de carne y de fonemas” y susurraba yo en el oído de mi amada. Aquel yo era un lector joven y contentadizo –una redundacia. Todavía soy un lector fácil para la poesía, imagino que a causa de haberse acostumbrado mi oído infantil a aquellas canciones del pop español de los sesenta (ya saben: «La otra noche bailando estaba con Lola / y me dijo que se encontraba muy sola…»). Cierto que los años y las lecturas me han hecho más desconfiado, no tanto a lo que dicen los poetas sino a cómo lo dicen. Hoy casi suscribiría aquella frase del joven Borges: «Un verso puede ser muy bello, pero nunca un libro de versos». O la prudencia de la poetisa polaca Wislawa Szymborska: «Cuando escribo siempre tengo la sensación de que alguien está detrás de mí haciendo muecas. Por eso huyo, todo lo que puedo, de las grandes palabras». No resulta fácil para mí razonar la admiración que sentía entonces por aquel poemario de Félix Grande. Tampoco escoger alguno de sus poemas, ni siquiera aquella afirmación de Savater que citaba en la introducción y que tanto me gustaba: «Por solitario entiendo a todo aquel que renuncia a cualquier sucedáneo a la hora de enfrentar el conflicto de su vida y su muerte». Hoy prefiero cerrar este particular homenaje con otros versos de otros dos poemas de otros dos libros suyos: «… Me asomo, / miro el horizonte paciente, / sonrío a la desesperada, / y lo comprendo al fin: la lucidez / es sólo un faro entre ruinas. / Nada más. Eso es todo. Adiós.» (del poema “Ulyses”, del libro Film (1967). «Pero caeré diciendo / que era buena la vida / y que valía la pena / vivir y reventar.» (del poema “Poetica”, del poemario La Noria, 1958-1984).