[Para M., que acaba de cumplir años]
Querida M:
El título no tiene que ver con la actualidad climática, con las tan exitosas predicciones de esa agencia meteorológica francesa que pronosticó un estío desastroso en toda la franja atlántica. Se refíere a 1816, año con grandes anormalidades en el clima de verano a causa, al parecer, de la combinación de una caída de la actividad solar y de un invierno volcánico, causado este último, en buena parte, por la erupción, en abril de 1815, del monte Tambora, en Indonesia, la más grande conocida en 1.300 años.
Me acordé del verano de 1816 hará cosa de un mes, mientras volvía a ver en la segunda cadena de la televisión pública española, “Remando al viento”, la película en la que Gonzalo Suárez cuenta a su manera las relaciones que mantuvieron a partir de los meses de convivencia que pasaron desde finales de primavera y durante el verano de 1816, a orillas do lago Lemán, en Ginebra, los escritores y amantes Percy Shelley y Mary Godwin (Shelley sólo después de su matrimonio con Percy, a finales de ese mismo año), el poeta Lord Byron, el aspirante a escritor, secretario y médico personal de éste, John William Polidori, y Claire Clairmont, hermanastra de Mary, ex amante de Byron y por entonces puede que ya embarazada de la que sería la segunda hija del poeta, Allegra. Byron, de viaje por Europa en compañía de Polidori, había decidido pasar el verano a orillas del lago de Ginebra. Un día después de su llegada al lago, el 29 de mayo, se encontró con Claire, Mary, Shelley y el hijo recién nacido de éstos, William, que habían llegado un poco antes y estaban alojados en la Maison Chapuis, muy cerca de donde se encontraba la casa que alquilaría Byron, Villa Diodati.
La película de Suárez, que gira de forma obsesiva en torno al Frankenstein de Mary Shelley, se deja ver (los actores no desentonan e incluso Hugh Grant representa aceptablemente a Byron), a pesar de sus deficiencias (excesiva teatralidad de los personajes) e invenciones (Polidori no se ahorca en Villa Diodati, sino que se suicida bebiendo ácido prúsico cinco años después). En cualquier caso, está a años luz de la otra película que trata sobre el tema, la impresentable Gothic, del siempre exagerado Ken Russell, en la que sólo se salva la representación de uno de los cuadros que más se acerca a las visiones nocturnas que Mary Shelley dice que tuvo en Villa Diodati, cuando el espectro visitaba su almohada a medianoche: La pesadilla, del pintor suizo Johann Heinrich Füssli. Lo curioso es que Füssli lo pintó en 1781, 35 años antes de aquel desapacible verano.
Salvo lo poco que dejaron escrito Polidori y Mary Shelley en las introducciones de El Vampiro y Frankenstein y en sus respectivos diarios, nada sabemos sobre el veraneo de aquel grupo de jóvenes ingleses a orillas del Lemán, pero el transcurrir de los días no debió distar mucho de lo que apunta Polidori en su diario: paseos, excursiones, comidas, visitas a los vecinos, lecturas y largas veladas nocturnas en las que debatían de literatura, ciencia y filosofía. Una vida plácida y alejada de ese escenario de orgías transgresoras que con tanta frecuencia tienden a imaginar las mentes calenturientas. Aquellos jóvenes eran muy jóvenes para nosotros: sus edades oscilaban entre los 28 años de Byron y los 18 de Claire. Shelley, Polidori y Mary cumplirían allí mismo, en agosto y septiembre, 24, 21 y 19, respectivamente. Los tres varones morirían poco después: Byron, a los 36 años, Shelley a los 29 y Polidori a los 25. Mary llegaría hasta los 53 y Claire, la más longeva de todos, a los 82. Sabemos también los nombres de otras dos personas que participaron en alguna de aquellas veladas: la condesa Potocka, ex amante de Napoleón, y el escritor inglés Matthew Lewis, autor de la novela gótica El Monje, aunque este no llegó a Villa Diodati hasta finales de agosto.
No sólo eran jóvenes, sino también rebeldes -algo poco frecuente entonces en las sociedades occidentales, común entre los años 60 y 80 del pasado siglo y ahora mismo no tengo ni la menor idea. Es cierto que habían recibido una buena educación, todo un privilegio en aquel momento, pero no es lo menos que su curiosidad y temeridad les llevaba a interesarse no sólo por la literatura, sino también por todo lo divino y humano, desde las ideas políticas más avanzadas de la época hasta los nuevos hallazgos científicos y tecnológicos. Los que años después serían catalogados como escritores románticos no fueron ajenos a las acaloradas discusiones científicas de la época, cuando la ciencia se convirtió en el centro de la vida social de las clases letradas… británicas, claro, no españolas. De esta efervescencia social de la ciencia que se dio entre el último tercio del XVIII y el primer tercio del XIX, sobre todo en el Reino Unido, pero también en Francia y Alemania, trata Richard Holmes en La edad de los prodigios. Terror y belleza en la ciencia del Romanticismo (Turner Noema, 2012), uno de los libros más apasionantes que leí el pasado año. Por cierto, uno de los capítulos lleva el título de “El doctor Frankenstein y el alma”.
Mary Shelley dejó escrito que en una de aquellas veladas veraniegas departieron sobre el fluido vital, los experimentos galvánicos (efecto que la electricidad tenía sobre el tejido animal) y las diversas especulaciones del médico, naturalista, fisiólogo y filósofo británico Erasmus Darwin, abuelo paterno del célebre Charles, acerca de la generación artificial de vida. En otra de las veladas nocturnas, que los eruditos datan entre el 16 y el 18 de junio, fue cuando después de la lectura de una antología de leyendas sobre fantasmas alemana, Byron propuso que todos escribieran un cuento de fantasmas. Parece que entonces Mary Shelley comenzó a gestar la narración de la novela que acabaría en mayo del año siguiente y que publicaría en 1818 bajo el título de Frankenstein o El moderno Prometeo. No me cabe ninguna duda que la obra fue fruto del ingenio y la imaginación de Mary, pero también de su curiosidad por el debate científico de la época (ya de niña acudía con su padre a las exitosas conferencias que impartían los mejores investigadores). Puede que algún día el cine nos ofrezca una versión más rica y compleja de lo que debieron ser aquellas veladas nocturnas en Villa Diodati y de la gestación de la novela de Mary Shelley.
Desde que hace años supe de la historia de aquel extraño verano de 1816, nunca he dejado de imaginarme cómo serían los días y las noches compartidos por aquellos jóvenes. Si se llega a inventar la máquina del tiempo y se supera el problema de su enorme peso que, según los cálculos de uno de esos físicos tronados, no podría soportar el planeta, me apuntaría a transportarme hasta allí. Después de ti, claro. Como supondrás, en casi todos los viajes que hice a mi querida Ginebra nunca dejé de visitar la Villa Diodati, en la margen derecha del lago, donde vivían y viven los ricos, los de ahora mucho más horteras, al menos en cuestión de gustos arquitectónicos. No sé si todavía sigue en pie la Maison Chapuis, de la que supe no hace mucho. Si algún día vuelvo a Ginebra trataré de averiguarlo.
Espero que el paso de los años no consiga apagar tu curiosidad.