Me ha hecho reflexionar con el número de Dunbar el caso que me ocurrió ayer, y es que con motivo de mi cumpleaños publicado en facebook más de trecientos “amigos” en la misma red social me participaron su buena relación conmigo. ¡Imposible!, por mucho que mi ego lo agradezca que pueda mantener tantos amigos. Claro es que lo de amigos de la red es un simple sofisma, sin duda creado por los dueños del negocio para atraer nuestra atención y esclavizarnos un poco con ello. Pero, pese a la ensoñación de interesar de alguna manera a muchos, ya lo quisiera, hay que volver sobre el número de Dunbar y comprender mi engaño. Porque aún en mi caso, sea por mi personalidad o por otras circunstancias, que tengo tendencia o necesidad de relacionarme con muchas personas (no en vano soy comunicador), por evidente problema de neocórtex no puedo dedicar a cada una de estas personas más que una pequeña cantidad de capital cognitivo relacional, y es que por mucho que mi neocórtex sea grande, que no tengo ni idea, su volumen no es infinito. Es curioso cómo la cabeza razona de distinta manera que el corazón, pues este músculo me bombea satisfacción de comprobar como he conseguido la atención de las personas que conseguí ayer, pero los números no engañan, como el de Dunbar, por mucho que quisiera.
Merece la pena repasar nuevamente la teoría de Dunbar: Lo normal es que nos relacionemos de forma estrecha con muy pocas personas, entre tres y cinco; en ese círculo se incluyen los familiares más cercanos y, en ocasiones, las amistades íntimas. El siguiente círculo lo forman otras diez personas, son buenos amigos. Algo más alejado hay un grupo de unas 30 a 35 personas, que son aquellas con quienes tratamos con frecuencia. Seguramente no es casual que las bandas de cazadores-recolectores en las que se estructuraban las poblaciones humanas durante la mayor parte de la historia de nuestra especie tuviesen, como mucho, unos 50 individuos; quizás esos tres primeros círculos sean reminiscentes de aquellas bandas. Y por último, tenemos un centenar de conocidos con los que nos relacionamos habitualmente.
Y ya para acabar con la reflexión y no confundirme más de la cuenta traigo a colación lo de Julio Camba, que creía que “los escritores (en este caso, diría periodistas) se volvían idiotas cuantos más seguidores tenían, y el día que recibió una carta de un admirador comenzó a sentir miedo de defraudar al único hombre que le había halagado por carta; con dos admiradores más, yo me volveré completamente idiota”.