Dibujo de Sequeiros
El problema -grave- es que la verdad es cara. Y la inmensa mayoría de los medios no pueden soñar con ese imperativo y arrogante ¡corten! de las tres televisiones americanas. Su tope máximo es el zasca.
(Fit to print) Este viernes en América sucedió algo extraordinario. Tres cadenas televisivas, Abc, Cbs y Nbc, interrumpieron la retransmisión en directo de una declaración pública del presidente de la nación, porque estaba mintiendo. Más que por mentir, por afirmar algo sin pruebas. Cuando la imagen viró a negro, Donald Trump denunciaba, desde la Casa Blanca, un gigantesco fraude electoral. La reacción coincidente y simultánea de las tres cadenas hace pensar que sus directivos la habían acordado previamente. La decisión rompe un principio tácito del periodismo, que es el principio de autoridad. El rango del que dice cuenta tanto o más que lo que dice. Y cuanto más rango, más cuenta. Más importante que el contenido de las mentiras del presidente es saber que el presidente miente.
Hasta ahora a la prensa le parecía imprescindible exhibir sus mentiras. De ahí que el Post le lleve contadas 22.247 afirmaciones falsas o engañosas desde que asumió la presidencia. Pero los directivos de la televisión ya no consideran idóneo el procedimiento: publicar las mentiras del presidente es ya demasiado tóxico, dada la amenazante crisis institucional. De modo que cortan. La decisión no trata de evitar la difusión de las mentiras. La difusión está garantizada, entre otras razones, porque ni la Cnn ni la Fox dejaron de transmitir la declaración. El corte pretende subrayar de la manera más radical, casi desesperada, hasta qué punto ha llegado la desacomplejada relación de Trump con la verdad. Andrew C. McCarthy escribía en National Review: «Cuando el presidente habla, significa algo, y perder este poder es un desastre». Sin duda: la palabra presidencial ha quedado en tan poco que uno cualquiera de la tele puede decir: “¡Corten!”.
Ahora bien. La primera mentira del presidente Trump fue decir que su toma de posesión había tenido la audiencia más grande de la historia. De inmediato pudo demostrarse que Obama había tenido más audiencia. La afirmación de que ha habido fraude electoral no pertenece a ese tipo de mentiras, porque aún no puede descartarse. Ante la actitud de las cadenas de televisión los partidarios de Trump podrían argumentar (¡ad ignorantiam!) que la ausencia de prueba no es prueba de ausencia y tendrían razón: la inexistencia de fraude aún no ha sido verificada. Un artículo de James Freeman en el Wsj se preguntaba ayer entre llamativos interrogantes: “¿Podemos confiar en el recuento de Filadelfia?” para acto seguido dar cuenta de significativos -y recientes- episodios de corrupción electoral en Pensilvania. Episodios que prueban que la transparencia no es una virtud del sistema electoral en el Estado y que el fraude, otras veces, ha sido demostrado. El recuento es un proceso que no está sometido, obviamente, a las características de la presunción de inocencia: no hay una acusación formal contra nada ni nadie y las consecuencias de un error pueden ser las mismas que las de un fraude. La estrecha diferencia de voto y el sistema mayoritario de designación obliga a la prudencia, porque una irregularidad puede ocasionar un vuelco electoral. La prudencia que debería haber tenido el disruptivo bocazas que preside América, pero también la de los cortantes periodistas que lo soportan.
Estas objeciones no son capaces de nublar mi felicidad ante el fondo de la cuestión. Los medios no deben ser una pasarela donde verdad y mentira se pavoneen en igualdad de condiciones. Para eso ya están las redes sociales y el cubo de la basura. El mandato de los ciudadanos a los medios es practicar la discriminación y en la tradición periodística nada lo refleja mejor que el lema del Times: All the News That’s Fit to Print (“Todas las noticias que encajan en la caja”. La palabra de los políticos en los medios es abrumadora y crecientemente incompatible con el mandato ciudadano. A veces participo en un programa de radio -podría ser cualquier otro- que entrevista a políticos. El interés general de esas entrevistas es ninguno. Durante algún tiempo pudo tener un cierto interés zoológico traerlos para su exhibición ante el público: mirad qué lengua de madera, qué nivel de ignorancia, de chapuza y de mala fe presentan. Pero ahora todo eso ya es sabido y las entrevistas han perdido su valor. Mucho más cuando las nuevas herramientas digitales permiten el contacto sin la mascarilla preventiva del periodismo entre políticos y ciudadanos. Nunca como hoy ha estado más justificado que los medios encarezcan el precio de acceso a sus páginas o a sus ondas. El problema -grave- es que la verdad es cara. Y la inmensa mayoría de los medios no pueden soñar con ese imperativo y arrogante ¡corten! de las tres televisiones americanas. Su tope máximo es el zasca.
(