Llegó el frío
Me levanté sacudiéndome las sábanas húmedas de fogosa pasión nocturna. Fui a la ducha trastabillada entre el sueño y la lujuria de la noche en vela. Pero no hay alternativa, las campanas de Nôtre Dame tocan a nuevo día que despierta. Como despiertan mi ensoñación y vuelta a la realidad. Lunes gris que no anima demasiado a enfrentarse a su cielo otoñal y todavía menos a franquear la puerta de salida del hogar, ¡oh, dulce hogar! pero el restaurante espera. Es el turno de comidas que hay que atender lo que me llama; no es que sea un trabajo apetecible pero este servicio me permite prolongar mi estancia en la ciudad de la luz, y ¡cuánto necesito toda luz posible!. Erasmus es la excusa de una generación que está por encima del genio humanista, pero resulta una miseria si no tienes papás que paguen la diferencia de éste estar fuera, aunque ese invento de plan estudiantil europeo ayuda a dar el salto de longitud que levanta mis piernas de la misma tierra que me ha visto nacer. Salgo de la ducha y Loi dormita todavía. – Alléz, alléz… no puedes quedarte, le digo mientras alzo su brazo. Se queja, pero no tiene otro remedio al ver la otra cara de la dulce de amor de hace unas horas, ahora contundentemente seria por la semana que comienza. Once y treinta. Tan sólo una hora de resta hasta poner mi delantal azul diseñado por un amigo de Margarita, la dueña; tras ese toque glamuroso se esconde una intención de marca, de subliminal posesión de las camareras, como si fuéramos hermosos ejemplares de una vacada laboral. A pesar de esto, Margarita es una tía que se enrolla bien, y no hay queja. Aún es joven para vivir con amargura. También lástima fuera, pues está ganando una pasta con la otra “pasta” que cocina de forma exquisita que llena el restaurante cada día. Para servir a los clientes le gustamos las chicas estudiantes, jóvenes, y si somos morenas, mejor, pues solo Silvie era rubia; y para eso, “era”, porque ya no lo es, Silvie no duró mucho tiempo sirviendo cafés. Ahora somos cinco, lucidas como nosotras solas, delgadas y risueñas, con tantas ganas de vivir que se transparentan, nadie las puede ocultar y muchos lo pueden confundir, incluso Loi. Vite, vite, tengo que darme prisa. Loi ya está vestido, se lavó la cara y se vistió en menos de lo que yo acabé de secar mi cuerpo y darme la crema. – Ya estoy. Salimos juntos de la buhardilla de treinta metros, desde donde diviso el Sena. Y me despido. Dios sabe si lo volveré a ver, pues convinimos en que nos gustábamos pero solo para conocernos un poco, y fue bonito hasta ahora, pero no, no quedamos. Si volvemos a vernos en el Café de Cheri, a lo mejor nos volveremos a encontrar y jugar un nuevo partido; si Jaques Brell vuelve a sonar entre las gotas de lluvia que golpeaban mi nostalgia a golpe de sonajero cristal, a lo mejor podremos reencontrarnos encendiéndonos mutuamente un cigarrillo para quemar otro momento juntos, hasta volver a la buhardilla a sudar los cuerpos. Ahora Loi se va con su zamarra verde militar, manos en los bolsillos calle abajo, volviendo su mirada hacia mí, buscando algo más que la figura de un cuerpo femenino, una sensibilidad con voz que lo llame y suelte los números que lo puedan conectar; lo veo y dudo, es un buen amante, y nada estúpido, pero los números, los números me ha costado mucho juntarlos como para desprenderme de ellos. Ni por un sueño junto a Loi,
Silvi Ena