Leo hoy el artículo de Afonso Monxardín cuyo título es “Julio Dorado, o máis grande” que me lleva al del propio Julio del viernes en el mismo diario y que reproduzco a continuación porque pocas veces alguien se ha despedido de todos de la forma en la que él lo hace. Despedida eterna, para siempre, claro, pues le flaquean ya las fuerzas que luchaban contra la enfermedad maldita que hace años lo atacó con virulencia y a la que se enfrentó con mucha valentía. Pero ¡hasta aquí hemos llegado!, nos dice Julio. Se lamenta de que le haya quedado en el tintero el libro que quería hacer y que a punto estuvimos de editar en elcercano, en una época cuya relación con el periódico no fue buena; aquí desahogó algunas diferencias que lo llevaron incluso a pedirme que elcercano presentara en tres artículos suyos para el Premio Fernández del Riego 2018, que no ganó. Después de unos meses, Julio me informaba que había vuelto a escribir en La Región porque “me hacía falta para acallar mis demonios”. Sin duda escribir en el periódico resultaría un desahogo necesario para él, pero para sus lectores además fue una alegría, porque para muchos era la mejor pluma, de estilo y fondo. Sin duda, con este último artículo, el Premio Fernández Riego tiene un ganador seguro, incluso aunque no se presente o le nieguen el premio, como también con este artículo tiene su libro por hacer el más grande y mejor colofón. Julio, verdadero ejemplo de las ganas de vivir frente al hecho cierto del destino, con señalada fecha para él, destino que nos aflige desde que somos conscientes del mismo y del que escapamos todo lo que podemos jugando al escondite, Julio, ya sin escondite, reconoce su derrota física con una dignidad fuera de lo común, la que se lee en artículo pero del alma. Que vuele alto este amigo que se nos va. ¡Bon Voyage!
Y aquí el artículo de Julio
Quedan los hijos: oro de ley, veinticuatro quilates de nobleza; queda el árbol: un nogal treintañero cuyas hojas dan lozana sombra y cuyas nueces ya pisotean los nietos cuando vienen a casa a visitarme; no está el libro, pero por ahí quedan dispersados mis artículos. Sin embargo no puedo decir “misión cumplida”, porque aún me quedaba todo por hacer.
Todo hombre de mi edad lleva en su interior un cementerio de seres queridos: abuelos, tíos, padres ya se fueron; también algunos compañeros de la infancia que aún no les tocaba; varios colegas de profesión (tres de ellos empleados míos) y un montón de dilectos desconocidos fuese o no testigo de su óbito: accidentes de tráfico, catástrofes naturales, víctimas de terrorismo, con los que me he sentido hermanado en la desgracia. La muerte siempre está presente, pero siempre resulta incomprensible. No me quejo. Si os contara todo lo que he hecho pensaríais que viví doscientos años.
Como el dragón de Komodo el cáncer me inoculó su ponzoña cuando menos lo esperaba. Luego me ha dejado ir para seguirme y ver cómo y cuándo claudicaba. Cirugías, radioterapias, quimiovenenos, he podido llegar hasta aquí. Aún respiro, pero el bífido lagarto ya intuye mi carroña: disneico, narcotizado por la morfina, genuflexo no puedo dar un paso más. No tendré la misma suerte que mis perros: ahora es cuando agradecería a mi lado alguien con la generosidad suficiente para inyectarme el tiro de gracia.
En el amor confieso que he pecado, pero sólo me arrepentiría de haber tenido la flaqueza de enmendarme antes de tiempo. Ha habido sombras y resplandores (de las hostias que me han dado): me han cogido puntos de sutura, he dormido en las alamedas, he despertado en comisarías, me han perdonado la vida y he sentido ganas de matar. Las luces me las reservo, pero han sido tantas las vivencias agradables que iluminarían la cara oculta de la Luna.
Dicen que uno es del lugar donde están enterrados sus muertos. Yo soy del viento. A los míos les suplico que elijan el ataúd más caro, que compren el más barato y lo que sobre se la gasten en francachelas, o, si están muy ocupados, se lo den a los indigentes. Mis cenizas: una parte al Cañón del Sil, la otra a las rocas de Mougás.
Mi vida seguirá mientras alguien me recuerde. A medida que pase el tiempo la tristeza irá disminuyendo entre quienes me han querido. Pido perdón a quien haya molestado. Espero el final con curiosidad; la muerte es el acto más íntimo que hay y aunque sé que llegaré puntual a la cita, ¡por fin!, me gustaría llegar preparado. Quiero mirar para adentro y recordar lo bueno. Ya no leo ningún libro por temor de no poder conocer el final. Atlántico y La Región tienen muy buenos columnistas: Conde, Monxardín, Orío, Noguerol, Carreño, Perozo, Feijoó, Xabier, son los que conozco en persona; pero los leo a todos con fruición; lo seguiré haciendo mientras pueda.
Éste será mi último artículo. Me da pudor llamaros lectores, porque no soy escritor. Os dejo mi email: jda0807@gmail.com. Podéis hablar de mí maravillas, o ponerme a parir. Este aviador guardará silencio en cualquier caso. En cualquier caso, que los hados os sean propicios.
1 comentario en “JULIO DORADO”
Nunca se irá, su huella es indeleble. Los que tenemos el privilegio de conocerlo sabemos no solo de su valía como Escritor sino también como persona. Ejemplo de actitud y aptitud.