El domingo por la noche volvía de la playa. Después de Porriño, al finalizar la primera subida, allá en lo alto está todo oscuro. NO alumbra la luna y son solo los faros del coche los que iluminan la carretera. Allí siempre había habido luces encendidas. De colores. Neón. No recuerdo el nombre de la casona pero son sus letras encendidas las que importan para atraer la mirada al pasar. Este domingo no, todo negro, como el futuro de las prostitutas que allí trabajan, y las del resto de esta tan antigua profesión que sigue a lo largo de los siglos sin regularse más que por chulos y mafias de proxenetas duros y si alma. La sugerencia del Ministerio de Igualdad surtió efecto en las comunidades autónomas que cerraron los lugares de vicio y jodienda para evitar la propagación del coronavirus. En El Mundo de Papel testimonia una susodicha trabajadora del sexo la realidad de los clientes que “Al principio venían más conscientes del riesgo, no como antes que pedían tantas cosas, pero luego ya querían besos, querían de todo al empezar la desescalada. Algunos ni se quitaban la mascarilla, venían a lo que venían y ya, pero ahora.. Como que se les ha olvidado. Les dices, ‘cariño, por favor, estamos en medio de una pandemia, hay que ser conscientes de lo que pasa’. Claro, así sin mascarilla de arriba, sin mascarilla de abajo, quien puede protegerse de no pillar el bicho que no es ladilla ni purgación o sífilis que hoy día se combate con penicilina sino ese nanohijoputa que nos mina esta y toda profesión. Sin los reflejos de carretera el viaje se hace más pesado y gris, y la vuelta de la playa se hace más nostálgica. Que suene Charlie Parker.
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