¡Qué suerte la mía!, haber tenido un padre como he tenido. ¿Qué cosa hay que esté por encima de esta suerte? Pasarán más de mil años pero seguirá inmortal en mi memoria, por muchas razones que me llevaría un libro escribirlas pero, por elegir una en en este tiempo utilitarista hasta la enfermedad, de persona insobornable y con principios. Como el famoso Koan, que se pregunta: ¿Cómo era la cara de tu padre antes de nacer?, me pregunto yo si era la que hoy es, según algún pensamiento filosófico que plantea ese mismo lugar para antes y después de la vida. Hoy transformo a mi antojo el mismo koan para traer la cara de mi padre antes de nacer yo. Cambia la cosa de carajo pero merece la pena observarlo tan vitalista como fue mientras vivió.
Todos los años lo recuerdo como si aquel día fuera ayer. Nueve de la mañana de un domingo cuando llegué a su lado. 22 de mayo de 1988. Venían conmigo mi madre y mi hermana. Los besos de rigor, que siempre calman más al que los da que al que los recibe, y mi hermana que se indispone. Con ella va mi madre hasta el cuarto próximo de la enfermería. Quedo solo con el hombre al que más quería. Y le digo ¿te afeito, papá? Sí, sí, respondió, ya sin abrir los ojos. Le coloqué una toalla alrededor del cuello y pecho para extender la espuma sobre su cara, y dos estertores me advirtieron que no, que ya no haría falta nada, porque la nada entró en aquel cuerpo de sangre caliente que se hizo frío. Aún le dio tiempo a mi madre, tras mi aviso de trémula voz, a recoger la cabeza muerta entre sus manos y rezarle al oído, muy cerquita, una oración, por si acaso hubiera segundos de demora entre el apagón corporal del corazón y la percepción sensorial del cerebro. Aunque aquí, como en el caso de los besos, realmente el consuelo era para ella, su esposa, mi madre. Estar y dejar de estar en dos segundos, ¡a cuán mínimo tiempo se fía una despedida!.
De esto hace ya treinta y dos años y lo recuerdo perfectamente y con agradecimiento de vivir la experiencia de ver partir en paz a mi ser querido. Estos días de muertes sin acompañamiento familiar, y gracias a que los sanitarios tienen en general gran alma para entregar sus manos al moribundo que tenga donde asirse, me hicieron pensar mucho en que hasta para morir hay que tener suerte. Aparte de dolores o no, esa compañía familiar arrebatada por la enfermedad contagiosa, deja un poso sin igual de soledad y pena porque solo puede imaginarse uno como partió su ser amado, ya que de verlo y despedirse de él, nada de nada. “De vivir se ha de aprender toda la vida, y toda la vida se ha de aprender a morir”, decía el estoico Séneca, y bien lo ejemplificó mi padre al vivir aprendiendo toda su vida, y toda la vida aprendiendo a morir como murió, con la serenidad del que realmente aprendió. No se fue asustado ni amargado, tenía asimilada la lección y sin miedo esperaba cruzar la puerta, con la paz y serenidad que solo puede dar estar conforme con uno mismo. Y mira que le amargaron sus últimos meses unos imbéciles directivos sanitarios que no lo tragaban, porque él no tragó nunca que la consigna política prevaleciese sobre la salud de sus enfermos. Ya no lo echo de menos sino me complazco en el recreo de su recuerdo, con sus defectos pero inmensas virtudes que hicieron de él mi héroe, el señor de mi castillo donde aprender a vivir y vivir para aprender a morir, como él hizo. ¡Grande! padre, no conocí quien te igualase en vitalidad, ganas de vivir y hacer sentirme tan orgulloso de ser sangre de tu sangre. Descansa en paz y hasta el próximo año, si dios quiere.