Dijo una vez Fernando Savater que con la fecha al pie asumía cualquier artículo publicado por él. Ayer la 2, emitió Novecento, la película de Bertolucci y uno piensa que tal vez no haya sido casual esa emisión a la vista del momento político que vivimos. El artículo que sigue es de 1988. Leído hoy me parece que es demasiado optimista cuando no ingenuo y me resulta difícil compartir ese optimismo y esa ingenuidad. Con todo creo que hay en él algunas reflexiones de interés. Ahí va entonces, para lectores pacientes, eso si, con la fecha al pie.
NOVECENTO Y LAS MURALLAS DEL ÚLTIMO EMPERADOR
En Novecento, Bertolucci narraba la historia de unos hombres que se volvían héroes, se divinizaban en un movimiento de ascensión solidaria. En El Último Emperador, Pu-Yi es un Dios que se vuelve hombre en un proceso de descenso solitario. Ambas historias son epopeyas: la primera, colectiva; la segunda, individual, quizás por ello, más meritoria y patética.
La historia de los imperios enseña que la edificación de murallas establece el fin de la expansión y el comienzo de la decadencia y el temor. Enseña también, que las murallas materiales son siempre las más fáciles de derribar o desbordar, desde el limes romano a la línea Maginot pasando por la casi inabarcable e inhumana muralla china. No sucede lo mismo con las más sutiles e invisibles de naturaleza social y siempre me ha parecido que el cine de Bertolucci, era una reflexión sobre los condicionamientos, las murallas que nos encierran, lo sepamos o no.
Para Pu-Yi no hay individualidad ni autonomía posible. Su oficio es más un conjunto de exigencias y tradiciones, que un absoluto de posibilidades de dominio. Vive encerrado por una sucesión de murallas de materiales diversos: la muralla del abandono obligado, de la lejanía física, lo separa de su madre primero, después, de la nodriza. La muralla del protocolo, rígido y minucioso, de sus servidores. De sus súbditos, lejanos y nunca contemplados, lo aíslan los muros del recinto de la Ciudad Prohibida, los de la Ciudad Imperial que rodea a ésta y las edificaciones de la Ciudad Tártara que a su vez rodea a las dos anteriores… ¿Y cómo olvidar la Gran Muralla?
No puede extrañar por ello, que haya en esta película de Bertolucci, un eco indudable del cuento de Kafka, El mensaje imperial. En esta pequeña narración el Emperador en su lecho de muerte envía un mensajero a un súbdito anónimo y lejano de su vasto imperio. El mensajero se pone en marcha, es fuerte y nadie avanza como él… pero las muchedumbres son tan vastas… las habitaciones no tienen fin… aún no ha salido de las cámaras de palacio… nunca saldrá de ellas y aunque lo hiciera de nada le valdría, tendría que atravesar los patios y después de los patios el palacio exterior y de nuevo escaleras y un segundo palacio… nadie se puede abrir camino por ahí con el mensaje de un muerto. Así de un modo tan desesperado y tan esperanzado a la vez, mira nuestro pueblo al Emperador”…
Y Pu-Yi a su pueblo, deberíamos añadir o al menos así creo que vio Bertolucci a este último emperador prisionero, al que sus propios guardianes impiden la salida del recinto “celeste” sabedores de que ejerce un poder absoluto, es cierto, pero solo en todo aquello que el absoluto del poder le permite. Cómo no recordar al pensar en este Emperador el poema de Kavafis:
Sin consideración, sin piedad, sin pudor
En torno mío han levantado altas y sólidas murallas
Y ahora permanezco aquí en mi soledad
Meditando en mi destino; la suerte roe mi espíritu
Tanto como tenía que hacer
Como no advertí que levantaban esos muros
No escuché trabajar a los obreros ni sus voces.
Silenciosamente me tapiaron el mundo.
En alguna parte se dice (tal vez en Koestler), que para poder entrevistarse con Stalin había que atravesar cerca de 50 puertas. Podría establecerse la magnitud del poder tirano, (pero también la de su miedo o la de su soledad), por el número de estas “murallas móviles” que deben ser franqueadas hasta llegar a su presencia, que son las mismas que él debe franquear, (como el mensajero Imperial), para llegar hasta el pueblo. Esta doble imposibilidad para la circulación de noticias y personas explica de algún modo las tragedias que pueden gestarse en su interior.
Universo pues, varias veces limitado, la vida cotidiana de su imperio en decadencia no entra en él y tampoco sale de sus recintos ningún mandato, ningún mensaje. El “cielo” amurallado y la tierra, que se mantenían unidos por los administradores imperiales, se han separado. Los dioses, como saben los teólogos, no deben ser vistos sino supuestos, de ahí que hablen siempre por intermediarios, por mensajeros, y ahora son sus mensajeros, su Burocracia Celeste (como acertadamente la denominaba Balazs), que había perdurado sin interrupción durante miles de años, la que ha desaparecido con el fin de su imperio. Sin ellos, su poder se reduce al interior de unas murallas que cambian el énfasis de su función: de impedir la entrada, de ceñir en su geometría el recinto celeste, pasarán a señalar un infierno privado, a impedir la salida. Su emperador vecino, el de Japón, sufrirá años más tarde, un destino más benevolente, pero deberá ser también obligado por sus vencedores, renunciar a su divinidad. Dejará oír su voz por vez primera, en una historia dinástica de siglos, cuando es obligado a anunciar por la radio que su país se rendía después de Hiroshima. Nunca anteriormente se había escuchado esta voz divina sin intermediarios y ese simple hecho, lo hizo humano.
Bertolucci, comenta que el primer libro de texto con el que se enfrentan los escolares chinos (libro obviamente rousseauniano), se afirma que el hombre nace bueno y es la sociedad en la que crece, la que lo determina a convertirse en lo que es. Lo que el libro no aclara, es qué ocurre con los hombres que se desarrollan en un determinado medio social, cuando éste cambia violenta y súbitamente. La segunda parte de la película intentará mostrar que es posible el cambio personal en estas situaciones, utilizando para ello como metáfora, la lucha entre las determinaciones sociales que hicieron de Pu-Yi un Emperador y la determinación de su reeducador que cree en la posibilidad de su cambio aunque hay en el relato una cierta distancia irónica a propósito de los métodos de reeducación empleados. Acabado con éxito el proceso de cambio, la jardinería espera a Pu-Yi al final de su transformación y tal vez no por azar, fue también la dedicación permanente de su celeste pariente el Emperador japonés, en los últimos años de su vida después de la rendición. De habitante del cielo a cuidador de la tierra; del oficio más divino al más humano de todos.
La individualidad se construye siempre frente a otros mediante Mimesis positiva, es decir, siendo como los otros son o negativa, siendo como los otros no son. El Pu-Yi Emperador, no tiene “otros”, no tiene “semejantes” frente a él a los que imitar o a los que negar. Es “único”. Recibe del entorno, sólo sumisiones o prescripciones. Está obligado incluso a mandar, paradoja que lo excluye del ejercicio del poder del que apenas es él, también, un mensajero. Ni en los momentos amorosos (son desvestidos por sirvientes) accede a la intimidad. Su aprendizaje como emperador, es reconocer y acatar que su divinidad es la de un simple asalariado de un poder situado más allá de sí mismo que él solo representa. Solo cuando niño, aún sin adoctrinar, comete la presunción de transgredir esa norma para hacer beber tinta (por supuesto China), a un servidor. Nada parecido se volverá a repetir en el futuro. Su aprendizaje como hombre, consistirá en reconocer que los “otros” que lo rodean, son sus “semejantes”, sus iguales, es decir, que podrá y deberá imitarlos.
En Justine, dice Lawrence Durrell: la pobreza excluye; la riqueza aísla. En Novecento se lucha contra la exclusión. Pu-Yi combate su aislamiento. En Novecento se conquista la humanidad colectiva para una clase excluida, derrotando la “divinidad” arrogante y soberbia de otra. Todo consiste curiosamente en la destrucción y fabricación de murallas que son aquí generalmente de naturaleza social: construcción de barreras legales frente a la injusticia, el patrón, o edificación de las murallas frágiles siempre, pero al mismo tiempo casi infranqueables, de la solidaridad que da la miseria y la explotación compartida. Destrucción al mismo tiempo, de privilegios y costumbres, esos muros invisibles que gobiernan las rutinas cotidianas. Novecento es la crónica de un enfrentamiento entre clases narrada a través de la historia de una amistad-rivalidad entre dos niños pertenecientes a estas clases opuestas. Es una amistad-rivalidad que sobrevivirá a los diferentes avatares de estos enfrentamientos, para terminar al final ya ancianos ambos y convertidos en arquetipos de sus clases sociales, (patrón uno, obrero el otro) transformándose ante lo evidente de la imposibilidad de una victoria total de cualquiera de los dos, en un Compromiso histórico donde la convivencia aparece como la única salida posible. El Compromiso histórico era, como es sabido, la doctrina oficial del PC Italiano de la época y Bertolucci estaba aquí obligado por su militancia, como ha señalado bien la crítica, a esa propuesta final. Para “arreglar” esta solución, políticamente tan poco ortodoxa, Bertolucci resolverá el plano final, que sigue a una secuencia donde los dos ancianos pelean y juegan como cuando eran niños, en ese baile sin posible vencedor ni vencido, añadiendo una situación en la que el patrón se acuesta en la vía cuando eran niños, mientras a lo lejos se acerca un tren con banderas rojas. La indefinición de esta escena deja entrever que en el futuro, el patrón será “arrollado”.
En el final de El Último Emperador, un anciano o la época antigua en él representada, enseña el grillo infantil del pasado a un niño nuevo, a la era nueva que en él se anuncia, que lo recibe con idéntico asombro. Aquí Bertolucci, no trata con el futuro sino con lo ya sucedido con un patrón ya “arrollado”, de ahí que vaya más lejos que en Novecento. No hay “compromiso”, hay sucesión. Pu-Yi entrega el relevo a la nueva clase representada en el niño siendo él ya uno más, pero entrega algo más que el poder: la reflexión de que las cosas que verdaderamente importan no son las que aparecen en la historia con mayor aparatosidad.
Todos somos iguales porque todos fuimos niños vendría a decir Bertolucci y esa igualdad transciende las diferencias de clase. Creo por eso que se equivoca Alain Touraine cuando en un reciente comentario en El País reprocha a El último Emperador el ser una película que desprecia la historia y desideologiza. Al contrario, Bertolucci se vale de una epopeya individual para narrar una historia que es colectiva en sus errores y en sus horrores, y justamente errores y horrores aparecen de ese modo como gratuitos, como evitables tal vez en una reflexión demasiado inocente, pero válida. El reproche más justo que se podría hacer valdría para el texto escolar chino: si son las estructuras sociales las que determinan absolutamente lo que somos, no hay espacio para la libertad individual y eso nos llevaría por el camino del determinismo totalitario más radical.
Ambas películas hablan en realidad de la difícil, pero posible superación de las influencias sociales que nos determinan, por los individuos. Ningún poder, ninguna situación puede romper por completo lo que la infancia ha construido, ni es conveniente tampoco intentarlo, al menos de modo absoluto, pues es la igualdad que establece la infancia el fundamento de todas las demás igualdades. Lo que une verdaderamente a los hombres, es el asombro gozoso compartido ante un grillo o los desafíos impetuosos vividos en la niñez. Lo que los separa es lo que Pu-Yi ha dejado atrás: determinaciones, sucesos sanguinarios en ocasiones pero de “escasa entidad” frente a un modesto grillo. Por eso el “compromiso histórico” del final de Novecento o el relevo, la entrega del grillo a la nueva era, hubiera sido posible sin tanta sangre derramada. Pero “posible” no quiere decir “factible” y esa discrepancia ha hecho de la historia un baño de sangre.
Lástima que esas cosas solo se sepan, como lo sabían los dos ancianos o Pu-Yi, en las cercanías de la muerte.
Mayo de 1988