Ayer volví a recrearme la vista con la librería de Manuel. Una larga pared cubierta de librería armónica, de madera pintada de verde esperanza, la misma esperanza que nos da al verla y pensar que mientras estén y existan no todo está. El cuerpo nos agradecerá que para encontrar y consultar una cita, o la página cuyo texto recordamos nos removió de emoción hasta el tuétano en determinado momento, tengamos que levantarnos de la silla o sillón mullido para hundirnos en él que, de lo contrario, nos envolvería de comodidad al tiempo que de obesidad la tarde o día entero, los brazos que se extienden para atrapar el objeto de deseo, las piernas que en algunas casos se deben estirar de puntillas para consultar el estante más alto, la espalda que encorvamos como una flexión gimnástica para alcanzar el libro de abajo, moverán nuestro cuerpo que la tecnología de los alimentos literarios está empeñada en anclar a ese único punto físico fijo que casi no nos obliga ni a pestañear para leer. Las librerías como la de Manuel, además de esperanza, proporcionan una visión estética digna de ser contemplada pausadamente, que te recrea y te informa, no solo de los lomos y dimensiones de los libros, sus grafías y diseños, de los contenidos de muchos de ellos que se repiten inexcusablemente en muchas otras librerías por su largo recorrido, sino también te informa por donde camina la inquietud y la vida del habitante permanente de ella. Hoy ya no se quieren vastas librerías como la de Manuel, dado los espacios reducidos donde vivimos que se suplantan por el universo iPad o terminal de turno que cabe en el bolsillo, pero siempre nos quedará alguna como la de Manuel Janeiro.
- Sección: Noticias
- Publicado el 3 agosto 2019
- Por Moncho
Librerías privadas
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