Hay fines de semana diferentes a lo habitual pero hay otros que lo son muy porque solo se hacen una vez en la vida. Es el caso que me ocurrió este fin de semana viajando a Guadalajara para encontrarme con gente que hacía 45 años que no veía. Gente que era mucha, pues alrededor de 60 hombres más o menos. Hombres solamente, con alguna excepción consorte, porque ‘entonces’, cuando estudiábamos bachillerato (con reválidas y estamos vivos) en los años sesenta no nos habían reunido a los niños con las niñas y a las niñas con los niños, lo que no sé si es bueno o malo pero que me quiten lo bailado. Y prueba de ello fue este encuentro de solo tíos después de 45 años, y en el que echamos de menos a los muertos, físicamente pues los muertos de sentimientos cuesta menos. Un buen fin de semana a pesar del viaje largo y el poco tiempo para disfrutarlo.
La experiencia me produjo una doble emoción: por un lado, alegría y satisfacción por encontrarme con señores a quien conocí de niños tan bien (antes los internados eran intensos y prolongados) y que me saciaron la innata curiosidad en directo y vivamente de como nos trató la vida a cada uno; y por otro lado el sentimiento fue un poco de tristeza por saber que la ocasión ya no se volvería a repetir pues cualquier se reúne dentro de otros cuarenta y cinco años ¿verdad?, así que resultó también como una despedida definitiva de esta fiesta de camaradería.
Por cierto, me vino genial para la vida posterior haber ido interno, como si a la escuela de materias escolares se añadiera la más importante de las asignaturas que resulta de la convivencia con tus compañeros. Me alegro del antes y del ahora, porque a los que quise los sigo queriendo, sin más y sin menos.