Leo la información de María Cedrón y veo la fotografía de Marcos Míguez acerca de este hombre francés que se llama André y que vive en una entrada con escaparates del local que paragógicamente se llamaba Dandy, y no puedo evitar pensar también en el hombre que cada noche cuando me recojo hacia casa lo encuentro tras el escaparate de un cajero de banco. No importa si hace frío o hiela, el está ahí siempre, con un móvil pegado a la oreja como si su adicción a la botella que lo acompaña siempre le pusiera al habla con alguien al otro lado de sus ondas imaginarias.
El anónimo, o André, que engrosan la nómina estimada en 133 por cada 100.000 habitantes que no tienen techo según Cáritas, son la evidencia de que esta sociedad del siglo XXI falla por algún lado, si bien es verdad que alguno de ellos puede ser homónimo de Diógenes El Cínico, aunque si nos atenemos a lo que expresa el francés: «Solo quiero un lugar que esté cerca de aquí, de la Cocina Económica (una institución que ofrece comedor y diversos servicios para que las personas de escasos recursos puedan ir tirando). Voy allí a ducharme y a comer. No puedo caminar mucho», dice. Y añade a su llamamiento una demanda más. En caso de que no sea un bajo, «ha de tener ascensor porque no puedo subir una escalera».
Estremece saber que André trabajó en Francia como informático, pues a poco que reflexionemos un poco sobre la incertidumbre de la vida hace empatizar con este hombre que ha perdido su trabajo y todo lo material que se puede ‘no apreciar’ en la fotografía pero no su dignidad. Entonces quizás nos daríamos cuenta que hay mucha tarea social que resolver.