(Darwin) Debe de haber muchas estatuas de Darwin en Inglaterra. Subsidiarias del honor principal, compartido con Isaac Newton o Samuel Johnson, de tener tumba en la Abadía de Westminster. Darwin formaliza la idea crucial de la unidad de la vida, y eso supone que cualquier esquina de la Tierra tiene derecho a levantarle una estatua. Winston Churchill, a su escala, tiene también derecho a la piedra. Su actitud lúcida, sacrificada y enérgica contribuyó decisivamente a la derrota de Hitler. En las últimas semanas la memoria de Churchill ha sufrido el embate de las turbas, a causa de las opiniones algo racistas que mantuvo en algunos periodos de su vida. No tengo noticias de que en Inglaterra o en América hayan derribado estatuas de Darwin. Ni tampoco que hayan escupido sobre su tumba. Me alegra, por supuesto. Pero es extraño. Darwin tenía opiniones racistas. E influyeron en las prácticas racistas en proporción inmensamente superior a las de Churchill.
He estado leyendo un librito muy bueno de Paul Johnson, la última, por el momento, de sus biografías: Darwin, retrato de un genio (Avarigani, 2012). Toda la calidad de la mirada y de la escritura de Johnson se concentra en este breve ensayo de un hombre que ha leído a Darwin antes que a sus comentaristas, y que ilumina con la misma luz implacable pero humana los hallazgos y las limitaciones del genio. Empecé a pensar en el feliz estado indemne de las estatuas en este párrafo [Max Lacruz ha traducido todas las citas]: «Darwin aun así lamenta que el principio de la selección natural no siempre opere con fuerza suficiente, pues ‘vemos en muchas partes del mundo enormes extensiones de tierras muy fértiles, capaces de brindar sustento a numerosos hogares felices, pero pobladas solo por unos pocos salvajes errantes’. Esta fue la línea que pronto adoptaría Cecil Rhodes, el tipo de hombre, a juicio de Darwin, que la selección natural necesitaba para obrar del modo más satisfactorio». El nombre de Rhodes, el colonizador de África, hacía pensar de inmediato en estatuas, porque las suyas habían sido derribadas con especial saña.
(On verra) Hace quince años el biólogo Ginés Morata me dijo dos cosas importantes en una entrevista. La primera, que la muerte no es biológicamente inevitable, pero que él y yo íbamos a morir. On verra, on verra. La segunda es que la evolución nos ha creado, pero ya ha dejado de existir porque el hombre la domina. Ahora compruebo que Paul Johnson desarrolla muy bellamente esta idea. En las últimas páginas de su libro alude a la incapacidad de Darwin para explorar al final de su vida las consecuencias de la teoría que había alumbrado. «Resulta difícil ver que la naturaleza tenga un propósito moral o que siquiera tenga un propósito. A los seres humanos se nos aplican exactamente las mismas leyes básicas que a un pedazo de roca. La naturaleza continúa desgastándonos, aunque sin objeto ni propósito ni razón de ser, ya sea a corto como a largo plazo. No tiene sentido alguno la existencia. Pero la inexistencia es igual de significativa; o mejor dicho, nada en absoluto posee un significado. […] Es difícil creer que el mismo Darwin hubiera aceptado este enorme vacío, un vacío sin fondo. O más bien, tal vez porque lo sentía abrirse bajo los pies, desvió la mirada de los grandes temas y la centró en los pequeños: las plantas trepadoras, orquídeas, plantas insectívoras, lombrices…».
Johnson no sufre de tal vacío. Es un hombre firmemente religioso. Pero no acude a sus convicciones para prescribir cómo llenar el vacío, y esta es la grandeza tantas veces comprobada de la literatura anglosajona: «Lo que Darwin no alcanzó a ver fue la época en que la humanidad utilizaría sus siempre crecientes recursos intelectuales, físicos y, de hecho, espirituales para frustrar la selección natural casi en cualquier etapa de su funcionamiento. Tan ansioso estaba Darwin por demostrar que la selección natural había dado origen a la humanidad que no quiso ver que también daba como resultado el humanitarismo, una fuerza moral que hace de la selección natural, en última instancia, algo mucho más difícil».
La selección natural. Tan implacable que ni la excepción se aplica a sí misma.