El asedio de la infección vírica ha producido, además, una proliferación de ñoñería. Se nos asegura que tras la pandemia el mundo cambiará. Lo que no consiguieron ni los cristianos ni los marxistas lo conseguirá la peste del siglo XXI. Surgirá, por fin, el “hombre nuevo”. Pasaremos del yo al nosotros implícito en el espíritu de Hegel. Seremos por primera vez conscientes, colectivos, altruistas, participativos… La globalidad pasará de económica a social y la política de sectorial a ecológica. La cuestión es saber si los cambios profundos los producen las revoluciones o son los cambios profundos los que producen las revoluciones, yo me inclino por la segunda opción y en ese caso me pregunto si estamos cambiando. Quizá sea muy pronto para saberlo, pero más allá del afloramiento de cierta sentimentalidad ramplona, de algunas explosiones de sensiblería coyuntural y de la publicidad política, mi opinión es que no. En medio de las ciudades desiertas no se nos cae de la boca la palabra amor. Amamos a los vecinos encerrados, a las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado, a los sanitarios que luchan en primera línea. Amamos, sobre todo, a las víctimas, pero mientras tanto, como en el poema de Cesar Vallejo, el cadáver ¡ay! sigue muriendo. En España y en Italia la infección hace estragos, el porcentaje de muertos es escandaloso en comparación con Oriente y la Europa del norte. Sin embargo, Alemania y Holanda se negaron, en la cumbre europea del veintiséis de marzo, a la emisión de coronabonos, un instrumento financiero destinado a ayudar a los países de la Unión Europea más castigados por la crisis. Eso es lo que pasa por ahí fuera y por aquí dentro lo que pasa es la incapacidad de nuestros políticos para gestionar la emergencia, de momento sanitaria y más tarde, cualquiera sabe. Se resisten a abandonar la palabrería. Sí, unos y otros son duchos en sustituir la acción por la palabra. La oposición y sobre todo la derecha social, populachera, aprovechan para echarle en cara a los que gobiernan el liderazgo de la catástrofe. Cierto, los datos espeluznan, los españoles representamos el 0,6 por ciento de la población mundial, una nimiedad, y, sin embargo, soportamos el 20 por ciento de los muertos, una barbaridad. Pero en justicia, es difícil achacarle al gobierno actual toda la responsabilidad de la tragedia y dejar incólumes a los que les han precedido, a los que adelgazaron la sanidad pública y derrocharon recursos en obras faraónicas, a los expertos en corrupción, palabra que, de puro sobada, de puro intercambiada, homologada, universalizada y compartida, parece haber perdido su criminal sentido. Trasegar recursos de lo público a lo privado es como chuparle la sangre a un anémico. Dicen los opositores que ellos habrían sido más eficaces, que tienen experiencia estadista y que, por lo tanto, no lo estarían haciendo tan mal. Ya se vio con el Prestige.
No nos sentimos orgullosos de nuestros políticos en activo. A lo mejor es una casualidad, pero llama la atención que España e Italia sean los países más azotados por el virus y que, precisamente, en ambos países los ciudadanos declaren la ineptitud de sus políticos como uno de sus problemas principales.
Las dos penínsulas meridionales no estamos faltas de helenismo, como proclamaba Cavafis a la vista de los antiguos templos derruidos donde todavía moraban los dioses, pero no terminamos de encontrar nuestro Pericles. Permanente llega Alcibíades, palabrero, maquiavélico, y nos hace perder la guerra, es decir, no alcanzar la paz, la salud y la prosperidad.
Claro que, por lo menos, los políticos nos sirven para algo, son nuestro chivo expiatorio. Fuera del ámbito de la política todos estamos libres de culpa. En la enseñanza, la justicia, la industria, la ciencia, el periodismo…, reina la eficacia más alta, la capacidad más absoluta, la moralidad más decorosa. Cuando alguien empieza una argumentación diciendo, “por ejemplo yo”, nos disponemos a recibir una lección, a escuchar a la sabiduría, la equidad y la ejemplaridad. Se acabó la palabrería. Estamos ante el obrero más voluntarioso, el ingeniero más resolutivo, el funcionario más sacrificado por el bien común. Así que sí, me desdigo, tras la pandemia del coronavirus surgirá un mundo nuevo. Una Pangea de solidaridad. Solo que tendremos que abandonar nuestros hábitos de consumo, nuestros viajes turísticos a cualquiera parte para no estar en parte alguna, nuestro derroche energético y, también, empezar a repartir. Primero repartiremos lo que roban los príncipes, los beneficios astronómicos de la banca y el montante de las grandes fortunas y, si no llega, empezaremos a repartir la renta per cápita de los países ricos con los países pobres. Obtendremos la media de las dos rentas. Después, será el tiempo del amor, de volver a los abrazos, de mirarnos a los ojos en los supermercados y de las cenizas de Atenas, asolada por la peste, resurgirá Pericles.
Manuel Janeiro
Psicólogo y escritor.
31 de marzo de 2020
Publicado en Faro de Vigo el 01/04/2020