Leer a José María Pérez Álvarez (Chesi), Leer Nembrot, no es viajar en el puente del barco, es viajar en la sala de máquinas. Desde el puente se divisa el rumbo inequívoco del argumento, la trama inexorable que conduce al final del viaje. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la literatura victoriana, o a la romántica, o la realista.
Desde la sala de máquinas no importa el rumbo, no se divisan los paisajes del mar, lo importante es el latido de los motores, la conciencia del barco. En la sala de máquinas se inventa el lenguaje, se viven las venas del ser encharcado en aceite; apesta a gasoil y a sudor humano. En el puente viajan los oficiales uniformados, en la sala de máquinas se sufre.
Al lector del Nembrot se le obliga a bajar a las calderas donde hierve la vida. Vida en ebullición, porque eso es la novela de Pérez Álvarez.
La ingenuidad de la narrativa convencional estriba en pretender la armonía. La armonía de ordenar el mundo, de estructurarlo, de darle un sentido y una orientación lineal. Las novelas rosas intercaladas en el texto de Nembrot, el producto intelectual de uno de sus personajes, parodian esta pretensión, amén de que sean uno de los alardes literarios de Chesi, una de las muchas genialidades que se permite el autor, una de sus burlas reveladoras. La narrativa de Pérez Álvarez no ordena nada, sino todo lo contrario, se construye en el caos, como la identidad humana. Caos absoluto o pluralidad, de voces, de lugares desde los que narrar, de digresiones significativas, de espacios y tiempos alternativos, de argumentos entremezclados, de realidad y fantasmagoría.
Hay en la novela dos personajes centrales, dos antihéroes que se enamoran con una pasión difícil, si es que alguna pasión es fácil. Uno es el argentino Ernesto Jorge Bralt Cosío, un escritor plagiario e impostor que firma con el seudónimo de Xabier Uribe, hombre de identidades múltiples que el lector finalmente reconstruye y que llega posiblemente a amar. Otro es el gallego Horacio Oureiro, un neurótico hipocondriaco, un artista de la nada, alguien que cada día tira a la papelera la página del diario que escribe, un tipo del que se dice que habla cuatro idiomas: inglés, francés, una lengua muerta, el latín, y otra de pronóstico reservado, el gallego.
Horacio Oureiro, que es de una dulce humanidad cobarde, se esconde en una cueva para huir de su amor por Bralt. La cueva es una cervantina pensión o venta de la costa gallega en la península del Morrazo. Una tierra desde la que se divisa Vigo como el paraíso perdido, o quizá purgatorio.
En la pensión Pleamar, a pesar de ser sobre todo un territorio simbólico, ocurren cosas desgarradoras. En ella vive con sus muñecos de plastilina, homúnculos, el repugnante Señor Uno, que guarda una de las claves de la historia o, tal vez, de la farsa. Y vive Ofeliña, chivo expiatorio, bestia sacrificial, cuya vida dolorosa sobrecoge, corta el aliento y emociona.
Literariamente Nembrot es un prodigio de hechura, pura literatura deslumbrante y viva. Nada que ver con la basura que cada vez más infecta las librerías. La estructura es un prisma y el lenguaje adquiere por momentos la inefabilidad de la poesía, no es extraño que la novela esté cuajada de versos, de homenajes y de paráfrasis líricos. Está escrita en un castellano profundo, complementado con el español de Argentina y con la lengua gallega cuando al autor le viene en gana. No son galleguismos es la lengua de Galicia en su plenitud. No hablan determinados personajes en gallego, lo que sería una zafiedad, sino que se utiliza este idioma como oportunidad semántica y con la misma libertad con que lo hacía Cunqueiro. Precisamente Álvaro Cunqueiro, y no por azar, es uno de los personajes secundarios del libro.
En mi opinión, todas las novelas que merecen la pena, y máxime si son obras maestras como la que nos ocupa, son en realidad un coctel, que amen de secretos: especias, hierbas aromáticas y fruta, tienen tres ingredientes fundamentales: lo argumental, lo poético y lo filosófico. A lo argumental ya he hecho referencia vagamente, lo poético subyace implícita e explícitamente en Nembrot, es un hálito que envuelve toda la narración con especial acierto y brillantez, lo filosófico constituye el sistema nervioso central de la obra. Lo que aquí se dilucida es la naturaleza del ser. ¿Qué es existir, qué hay entre la nada y la muerte, cómo se ama o se es amado, cuál es objeto del deseo? ¿Se puede decir soy sin incurrir en una temeridad ontológica?, como se pregunta Luis Landero. ¿Soy heterosexual/homosexual, soy escritor, soy un personaje o soy el narrador de la historia…? Finalmente, ¿es más consistente la realidad que la ficción? ¿Existe Mondoñedo? A lo mejor, vivir reside en un viaje a ninguna parte. Un viaje como el que realiza Horacio Oureiro al final del libro, que se pone a la cola de una taquilla y le pide al vendedor un billete para el lugar solicitado por la persona que le precedía.
“Fue entonces, con los ojos cerrados, ausente, casi perezosamente feliz, cuando Horacio, olvidándose de que se hallaba en un autocar cuyo destino desconocía, alzo la voz:
-Mentiría si dijese que me llamo Horacio Oureiro.”
La novela Nembrot ha conocido tres ediciones. Primero fue avalada por la prestigiosa e injustamente desparecida editorial DVD. Después la editó en formato digital la editora Uno y Cero y ahora lo hace en una cuidada edición plena y con una presentación inmejorable la editorial Trifolium. Digo edición plena porque a las anteriores les faltaban quince capítulos por decisión de su autor.
En un contexto cultural menos enfermo que el español y el gallego Nembrot y José María Pérez Álvarez ya habrían recibido el reconocimiento que merecen. Nembrot es una de las novelas más importantes de nuestro siglo y también del pasado, a la altura de Rayuela o del Cuarteto de Alejandría. La crítica no mediática, la crítica sería, así lo ha certificado, aunque no suficientemente. Yo estoy seguro de que la novela de Chesi está destinada a conseguir nuevos lectores cualificados y a perdurar. Felicitamos por ello al escritor y a su nuevo editor, Xan Arias.
Cuando acabé de leer Nembrot por primera vez llamé por teléfono a un amigo común, Mocho Conde-Corbal, y le dije un tanto exaltado: Moncho, dile a Chesi que ya se puede morir tranquilo, ha escrito una obra inmortal.