Estimado Moncho:
La arquitectura es el intento casi siempre infructuoso de humanizar el paisaje, es decir de modificar la naturaleza, es decir de sucumbir ante la necesidad de guarecernos de la crueldad climática. La arquitectura gallega surgió de una necesidad estética de ponerle luz a la cueva de granito abriéndole unas ventanas que quitasen la humedad y ventilando el interior para curar los chorizos. El Románico es la sofisticación, a base de bóvedas de cañón, de la choza dolmen con falsa cúpula de lajas del neolítico ganadero; y el Barroco gallego es un Románico con unas copas de licor café. Hasta ahí la historia de la arquitectura gallega pre hormigón. La del post hormigón es una arquitectura basada en la ocurrencia mañanera, la somnolencia del desarrollismo de la Dictadura, la dejadez, el mal gusto y las prisas de la democracia, el abuso sobre el humilde, la codicia de los constructores y la incuria de los arquitectos. Esta ciudad en la que voy tirando del propio carro no hay un barrio que no se haya visto arrasado por una arquitectura chabacana, inhumana, necia, y fea… Ningún edificio aguantará cien años sin un deterioro que haga imposible vivir en su interior y soportar su visión espeluznante. Aquellos edificios sindicales de los planes de vivienda son hoy ruinas arqueológicas para estudiar in situ la decadencia de un sistema, no hace falta excavar ni una cata, está todo al aire, como una pústula en un ojo. Lo único que se salva de ellos es la placa que los conmemoraba, que sigue tan brillantemente negra como cuando se colocó hace setenta años encima de una puerta. Por esta misma puerta por la que hay que agacharse para poder pasar entre los cascotes. Chesterton decía que un mal poeta sigue siendo un poeta. Ninguna de las casas que crecieron en el Orense exterior, lejos de ese núcleo humano y pétreo antiguo y maravilloso que se tumbó a la sombra de la catedral, ha logrado llegar a ser una casa. Será otra cosa: un adefesio, una excrecencia, un cáncer, un artefacto, un laberinto de cartón piedra, una caseta para perros, una tumba saqueada…, pero nunca llega a la categoría de una mala casa. Los parques que quisieron hacer por los alrededores, para solaz de los proletarios con mono sudado, son hoy cagadero de perros, y lo que haya de hermoso allí dentro es siempre a su pesar, enfrentándose a los elementos: las flores que crecen entre las comisuras de las losas destartaladas, los arboles anarquistas que vuelven a casa con cada primavera, los mirlos que los habitan….
Cuando paseo un poco lo suelo hacer por mi barrio y, exceptuando un puente sobre el Miño, unas huertas comprimidas minimalistas, unos naranjos que alegran la vida, unos geranios reventones en un balcón y un tren que se aleja de una estación antaño hermosa, toda la arquitectura sobre la que poso mis fatigados ojos es un puro dechado de defectos o, como decía alguien, un desecho de virtudes. Mejor hubiera sido construir grandes naves con tabiques en panderete a media altura y dormitorios de internado de curas, con unas letrinas en la parte de atrás, inclinadas como jacintos apestados sobre los terraplenes del rio para que se vaya la porquería, porque se hubiese ahorrado mucho hormigón y mucho forjado de hierro oxidado. No hay más que oscurantismo, ruido, mierda y color gris de paloma muerta en todo el paisaje de estas calles, que parecen desbordaderos de la Cloaca Máxima. Para aumentar mi depresión, hacia la avenida de Zamora, hacia Vista Alegre, qué paradoja, hacia la carretera de Ponferrada, hacia Amoeiro, hacia Piñor, la tristeza se me sube a la sangre con las cinco iglesias más infames de toda la cristiandad, cerrando los vértices de un imaginario paralelepípedo del desastre urbanístico hecho con premeditación, alevosía y diurnidad y catolicismo mal entendido. Nadie en sus cabales podía pensar que algún dios habitase dentro de esos descargaderos de sal y pecados cuyo único mérito es el silencio abisal que permanece allí entre dos misas sin homilía. Siempre me parecieron instalaciones para entrenamiento de los bomberos. Dejemos de lado la fe, que eso es sentimiento íntimo individual pero irreconocible. Quién sabe si no será cierto que la fealdad de cuerpo encierra el secreto de un alma pura y la humildad del dios cristiano le hace estar más presente entre los mamotretos con torres pirujas para campanas que bajo el fastuoso baldaquino de Bernini, dónde se exige rigurosa etiqueta. Quizá el clero que nos gobierna aun no se ha desprendido de los siete siglos y pico de dominación musulmana y quieren dejar un sitio para que el muecín, por encima de los anaranjados tejados de la ciudad, llame a los fieles a oración cada tarde antes del partido. Todas las religiones son la misma y los que en un lugar se lavan los pies para entrar en la iglesia en otro lugar deberían tener esa costumbre como obligatoria. Nos ahorraríamos mucho incienso. Quién puede saber cuáles son los designios divinos, dejémoslo estar. Lo que se podría hacer en esta ciudad para aumentar la única industria que parece existir en este mundo, el turismo, es dar a conocer una ruta por las iglesias de los barrios para que los camarógrafos en chancletas vuelvan a sus casas presumiendo de cultura de Instagram. De paso, por el camino, se le puede mostrar a estos observadores de paisajes exóticos del Todo a cien, y a otras razas curiosas, otros ejemplos de arquitectura popular sofisticada y depurativa de vísceras: los somieres cerrando fincas, las pérgolas de las paradas del autobús urbano, las aceras para carros de vacas y zapatos con chanclo, la caligrafía invertida de las pintadas en los muros más blancos, las terrazas kilométricas de los bares jugando a atrancar las calles, los arboluchos desgajados por manos inocentes. Se iban a poner contentos con todo ese empacho de modernidad. Yo ya me doy por vencido y me limito a suspirar de terror intentando mirar para el cielo desde donde ya no llega ninguna salvación. Pero como el Tiempo todo lo cura, hasta la pena más negra, tengo la esperanza, alimentada con buena voluntad, de que a fuerza de verdín y moho, de incultura telefónica demoscópica, y de terremotos, todo esto les parecerá hermoso a las futuras generaciones.
Atentamente,
Lázaro Isadán