Estimado Moncho:
Soy un tipo bajo de estatura y de ambiciones, mi mirada anda más o menos a la altura de las circunstancias y con un ojo vigilo de no pisar caca de perro, que tanto abunda, y con el otro miro a ver cómo se presenta el día, por si saco el paraguas o me pongo en calzoncillos. Soy un tipo que no lee el Financial Times ni el Expansión porque me basta para vivir respirar un poco hondo y comer lo que se me pone en el plato. No tengo valores bursátiles que proteger, y de los otros valores éticos me defiendo a duras penas aunque me pirran las mujeres poco honradas, pero conozco con mucha aproximación cuantas monedas me van quedando en los bolsillos para acabar la semana. Tal vez por mi ignorancia sobre los asuntos financieros de altos vuelos, esos vuelos de buitres que rondan desde las alturas para descubrir el cadáver al que dejar en huesos blancos y mondos, es por lo que se me escapa este intríngulis del robo legalizado que es el precio de la luz desbocado y en estampida. Nunca los ladrones habían entrado en nuestras casas con tanta facilidad a través de los cables que, como venas varicosas, circunvalan las paredes de nuestras habitaciones. Hasta parece que los enchufes sean ojos que nos espían para conocer nuestras debilidades secretas, nuestras hambres, nuestros remiendos en los calcañares y chivárselas a los oligarcas nacionales que ya saben de otros secretos por los teléfonos móviles y la televisión roñosa y añaden ahora también nuestras miserias a su agenda electrónica, por lo de la pobreza y debilidad energética. “¡Que tomen vitaminas!” – dicen con grandes carcajadas en los consejos de administración. Y lo que no entiendo es porqué los precios de la luz de mi pueblo se deciden en la lonja de Holanda de los Países Bajos. Claro que hay que recordar que en Holanda hubo una bolsa en la que cotizaban los precios de los bulbos de tulipán. A veces el bulbo que alcanzaba la cotización más alta y estrafalaria ni siquiera existía, era un dibujo en un cuaderno, hecho por un artistiña de La Haya, de Amberes o de Delf, como nuestro amigo el pintor del anuncio de la leche condensada y de los ladrillos de Porcelanosa, Vermeer. Toda una burbuja bulbosa de la Bolsa, que arruinó a muchos incautos, como nuestra burbuja inmobiliaria arruinó a otros, me pregunto otra vez, después de leer el Calendario Zaragozano, adónde se habrá ido el dinero del rescate bancario, a lo mejor está cotizando en la bolsa del gas metano del purín de las cochiqueras. Sería mucho mejor que los precios de la electricidad se decidieran en la lonja de Ribeira porque no hay nada más justo que lo que no vale tanto tenga siempre una cotización descendente. Si nosotros importamos el gas de Argelia,- aunque Argelia tampoco es que sea un dechado de estabilidad-, porqué nos influyen tanto los precios de los gases mefíticos de Rusia. Sé que es una cuestión de tanta enjundia que una mente carente de luces como la mía jamás podrá entenderlo, y menos ahora que ya ni enciendo una neurona, para ahorrar. Y si el agua que pasa por nuestros ríos parece que no es un medio de producción muy caro, ni esos ríos son el Obi, el Yeniséi, ni el Lena, tampoco entiendo que la energía que se produce con ese agua se encarezca hasta el nivel de fiebre agónica por culpa del precio del barato gas de Argelia. Todo este asunto me recuerda a las antiguas maquilas de nuestras aldeas. Uno llevaba el burro cargado con dos sacos de centeno hasta el molino y siempre esperaba volver con dos sacos de harina, sino idénticos por lo menos casi iguales porque el molinero podía dejarse algún grano en las uñas, y se cobraba su trabajo esencial, más esencial que el de algunos cantantes de arias parlamentarias con el culo. Ahora estos Bellos Molineros de traje y corbata no devuelven ni uno de los sacos, el burro vuelve cantando a casa porque el peso se ha aflojado tanto que hasta se dedica a comer unas florecillas que crecen al lado del camino, como Platero. Al burro le da igual el precio del cereal, que parece que ahora todo el cereal mundial se produce en Ucrania. Lo peor es que hay tantos molineros que la maquila ya es imposible de controlar. El molino es una gran factoría de mentirosos burócratas, fulleros políticos, y sinvergüenzas opulentos que usan el grano de todos como si fuese el confetti de una fiesta de locos porque entre lo que cuesta producir un vatio, unidad básica de medida, y lo que nos cobran por él hay tanta diferencia que ya no saben donde meter tanta plusvalía gansa. ¡Más Fariña!, grita el eurodiputado groucho por los lobis de Bruselas, camino del retrete. “Hagamos otro helipuerto privado en la mansión de los Alpes”. Estoy seguro de que todo este latrocinio es por nuestro bien, por el bien del burro, y por la salvación de nuestra alma inmortal, porque mientras pensamos en cómo hacer frente a este descalabro no pensamos lascivamente en la madre que los parió.
Atentamente,
Lázaro Isadán