Estimado Moncho:
Para ir contracorriente, que es la forma de ir que siempre me gustó más y que me ha dado unos resultados nefastos, voy a romper una lanza a favor del rey godo Emérito I, ese que todo el mundo pensaba que se llamaba Juan Carlos y ahora le han cambiado el nombre. Lo de romper la lanza, la única que tengo, es un gesto de gallardía que a veces los vasallos plebeyos nos sacamos del arzón de la silla de nuestro penco, pero siempre estamos orgullosos de ese gesto y en el fondo de nuestro corazón esperamos ser recompensados con un ducado, un condado o un simple arciprestazgo de doscientos moyos, como aquellos condestables que les daban la vuelta a los contrincantes regios que se peleaban por la corona de Castilla. No quito ni pongo rey pero ayudo a mi señor.
Pues bien, yo creo que Su Majestad hizo lo que hizo para preservar incólume la arraigada tradición nobiliaria. Mantener las tradiciones es un pilar básico en la existencia milenaria de la aristocracia; sin tradición la trasmisión hereditaria de los cargos aristocráticos, desde el emperador al ultimo infante, sería un caos de obstetricia. Un rey trasmite su reinado a su hijo y para nada entran en acción elementos ajenos que puedan distorsionar la limpia línea sucesoria. A nadie en sus cabales se le puede ocurrir que un duque pueda ser nombrado a través de una votación democrática y popular en las urnas o en internet. Bueno, tal vez un condado en Barcelona se pueda votar en las urnas, pero nada más, eso es claro. Y como la tradición de los borbones en este país ha sido, desde Fernando VII en adelante, la de portarse como verdaderos crápulas, por no decir felones, pues este buen hombre, en contra de sus principios, decidió parecerse a su abuelo Alfonso y cargar las tintas. Si aquél robó lo que pudo, se llevo dinero al extranjero, se metió en negocios turbios a fin de aumentar su patrimonio y se portó como un cobarde manifiesto, su nieto no iba a ser menos: Tradición, he aquí la palabra, y no hay que cansarse de repetirla. Y si su tatarabuela Isabel la Rijosa, incurrió en pecadillos de braga, braguita, bragueta, y coronó muchas veces a aquel bendito con nombre del santo de Asís que le pusieron como compañero, el tataranieto no iba a ser menos y anduvo con la bragueta al aire, tomando los vientos eróticos del Guadarrama que orean el Madrid de los Austrias y de los Borbones entrando por la Puerta de Alcalá. El braguetazo es un rasgo tan español que se debería felicitar a este hombre por su afinada putería. ¿Quién no ha soñado alguna vez despierto en dar un braguetazo? El que esté libre de pecado que tire la primera piedra, etc. El braguetazo es tan tradicional en nuestra cultura que quién cuida de él como si fuese su hijo está haciendo un favor a los principios nacionales que conforman nuestra idiosincrasia, los famosos Principios Nacionales de la Entrepierna, libro sagrado sobre el que se juran los cargos hereditarios. Ahora es más fácil despistarse de la bragueta, pero es culpa de las modas, nada tiene que ver con la identidad nacional: las braguetas de hoy están fabricadas en Bangladesh y a veces están tan descolocadas que no se acierta a la primera y andamos como sonámbulos. La muchacha objeto de los deseos también dio su braguetazo, mucho más académico si cabe que el que dio el jubilado real, pues a sus manejos eróticos les sacó un jugo muy cercano al lubricante vaginal para cuentas corrientes en Suiza.
En fin, dejemos ya de una vez en paz a este monarca en horas bajas, que a pesar de haber nacido en Roma pudo haber nacido en Nápoles o incluso en Palermo o Chicago, pero que es tan español antiguo como cualquiera de los que hemos nacido por aquí porque, bien lo dice ese refrán tan tradicional de toda la vida, uno no es de donde nace sino de donde pace, excepto en Barcelona, claro, y ya son muchos los años que lleva paciendo por aquí este señor, y nosotros siendo también muy pacientes.
Atentamente,
Lázaro Isadán