Estimado Moncho:
A tenor de esa información recogida por el Cercano sobre una reunión informática de los filántropos de Davos y su claque, quería contarle que mi primera reacción cutánea fue de un sollozo suspirado que dio paso a un llanto espasmódico, producidos ambos por ese sentimiento que el agradecimiento sincero provoca siempre en espíritus tan simples como el mío, como cuando veo Quo Vadis por centésima vez. Es ese mismo llanto agradecido del que, liberado del grillete en el cuello, solamente siente el vinagre sobre las llagas abiertas por el látigo. Por fin, me dije, alguien se preocupa de los parvos como yo, así sean estas buenas gentes que han tenido y tienen a la Humanidad coetánea con el pescuezo apretado bajo sus zapatitos de charol con pompones, como aquellos que usaban los niños pijos en reuniones de rayos laser. Siempre se está a tiempo de rectificar. Ellos han visto la Luz, han sentido a Marx en su orgasmo, eyaculando arcoiris; han visto niños que tiran de tetas escuálidas, en unas pantallas de cristal líquido; y a las moscas que se los comen, esas moscas que no existen, que han inventado los corresponsales polacos, las han borrado todas con el lápiz electrónico.
Parecía mentira todo lo que contaba aquella reseña, porque si algo de todo ese albañal fuese verdad querría decir que los ricos de Davos son más tontos que ricos lo cuál es mucho decir, y falso como ellos mismos. Qué bien que el señor Gates haya inventado las ventanas y que el FMI haya inventado la esclavitud retro, tan camp, tan bien llevada por nosotros, que hemos nacido para sufrir y esperar a que en el cielo se viva mejor. Pero agradecidos como estamos por sus acciones generosas pediríamos a voz en grito que nos dejasen tranquilos dos minutos, que vayan a salvar a su madre que la pobre estará hecha unos zorros.
Me imagino a los participados de Davos en esas reuniones en las que cada uno habla desde su váter particular, esas conexiones múltiples en las que cada uno admira su culo con miopía de Rompetechos, maestro, mientras leen el periódico más económico, el Financial Times, con el Tercer Ojo; y retorciendo las páginas bursátiles por el estreñimiento crónico (son ahorradores), van desgranando sus ideas, que caen directamente a un centrifugado higiénico que un secretario gubernamental va interpretando y poniendo en limpio para después pasárnoslas al resto de los habitantes del planeta, y que las podamos entender. Una mierda. Cuando acaban, o finalizan que diría un castizo, alguien les pasa el rollo de papel sin aditivos químicos para que se limpien con delicadeza las ideas expuestas. Alguno incluso manda llevar sus heces a analizar porque le salen borrosas; y son de tal calidad que van ellas solas al laboratorio. “Tómese usted un Bloody Mary con ostras, no hay nada mejor para la resaca de champán de la celebración del comunismo de los Tres Mosqueteros que quieren ustedes implantar en el mundo: Todo para unos y unos para todo”, les dice el galeno, que se frota las manos con el cheque al que le sobra el último cero… “ah, y ojo con la indigestión, dejen algo para los gobiernos nacionales, pobrecitos”.
Davos es la reunión más impúdica del universo, es como un gran puticlub hortera de carretera pero con el fundador de play boy, como madama y con los gorilas de Putin en la puerta principal. Hay una habitación del pánico, en donde le hacen transfusiones de sangre a algún millonario sexagenario que luce en proa un tanga con la bandera de Panamá, paraíso fiscal. En la sección de sado maso hay enfermeros chinos de Fumanchú Jinping para curar a los que se pasan de cariñosos. Y el chef para desayunos veganos es un jeque árabe que hace las gachas de avena igualito que su velosa mamá. Ellos no comen carne, que ordinariez. Davos, Diábolo, Davox, Dádevos, Dad y se os Dará, Dázme, Diezma, Diezmil y la cama: ¡qué amol, cuánto amol mi amol, invítame a una copa!
“¡Dad la voz!: En 2030 no tendrás nada y serás feliz”, eslogan para grabar en las mascarillas de este verano sin playa ni montaña. Supongo que para el 2030 estos pájaros ya habrán repartido sus plumas entre los pobres. Las mascarillas potencian el mal olor. Qué peste de gente.
Atentamente,
Lázaro Isadán